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Mario Hernández Bueno
Dallas
Sábado, 1 de junio 2024, 23:10
En la hostelería estándar no vi un solo plato ni taza de loza ni un vaso de cristal o cubiertos metálicos y los mercados de abastos no hacen ya su función. Me recomendaron uno, de bucólico nombre, Farmers Market (mercado de los granjeros) y marché ilusionado. Y más aun al atravesar la calle Cádiz. Pero resultó ser un food court: los puestos los habían convertido en ventorrillos. Paré en uno dedicado al jerky de res, un snack como aquí las pipas, antiguamente carne de búfalo cecial. Un alimento, una conserva, aborigen. Y entablé charla con el propietario, Mr. Calvin, quien me invitó a probarlo y mostró como lo hacía. Después me dio a probar su Pulled pork: cerdo horneado lentamente y deshilachado, como hacen en Venezuela con su mal llamada Carne mechada.
Por ahora fue la segunda carne de vacuno que caté. Pude haber ido a la marisquería-steakhouse Dakota, lujoso establecimiento que impone al comensal la forma de vestir y es caro como una guerra. Y opté por dejar los filetes para Nueva York, donde tenía reservas en templos de la prime beef: la mejor carne de Texas. Nueva York no tiene vacas ni Madrid puerto de mar, pero en ambas se come la mejor carne y el mejor pescado respectivamente. Por último, cuan simpática y amable fue la gente; con frecuencia, cuando me oía hablar no localizaba el acento y me preguntaba de dónde era. Nunca había visto españoles. Y se alegraba.
Volaba hacia El Paso y, tras una hora, el avión comenzó a descender. Como el día era soleado pude contemplar un inacabable territorio de color amarillento salpicado de matas e interrumpidos por una infinita carretera rectilínea sin asfaltar y sin vehículos. Era el desierto texano tantas veces visto en películas y documentales sobre la inmigración, que era, precisamente, una de las curiosidades que motivaron el viaje.
Tras recoger el auto de alquiler alcanzamos el hotel, el Aloft El Paso Downtown, que, como en Dallas, resultó ser un sólido y egregio edificio de oficinas: el Bassett Towers. Muy probablemente de la primera mitad del XX y reconvertido respetando algunos elementos constructivos. Mi habitación fue el despacho del abogado criminalista Charles Louis Roberts. ¡Cuéntas historias oirían aquellas paredes! pensé.
Salí a reconocer la zona, el cercano centro, y me sorprendió. Aparte de que se veía muy poca gente, numerosas tiendas estaban abandonadas. Y para más sorpresas, unos grandes almacenes mantenían, además, todas las luces encendidas día y noche. Ya en el hotel me explicaron que el comercio se mudó a otra zona. No me convenció. En esas estábamos cuando oí aplausos y vítores; me acerqué al bar, medio oculto por un biombo, y vi que se trataba de un mitin. De repente surgió una señora muy simpática y enérgica que me preguntó de donde era; me cogió del brazo y me llevó hasta el protagonista: un tipo fornido con rasgos mejicanos.
Ella era la jefa de prensa y él Bobby Flores, que se postulaba para sheriff del condado. Estuvimos charlando de cosas intrascendentales; por hablar de algo le dije que su apellido era el de la gran Lola Flores y me miró con muestras de no haber entendido nada. Y ya sin saber que decirnos, y tras la típica sesión fotográfica, me despedí. Yo tampoco había entendido nada. ¡Si! era ese surrealismo mejicano que inspiró a Buñuel y a otro no menos fantástico cineasta: Luis Estrada. Méjico, el país más fascinante que conozco.
Tras el pequeño vodevil y, según sesudas informaciones, fui a cenar al mejor restorán de Cocina mejicana, estábamos a tiro de piedra de Ciudad Juárez. Y llegué al The Tap (El Grifo). Entré a un local largo y estrecho, en penumbra y con lucecitas rojas. Aquello me pareció un club de alterne. A la izquierda, una larga barra y, a la derecha, una mesa tras otra con gente comiendo casi a tientas. La barra estaba abarrotada y al final de ella encontré varias mesas vacías y un billar americano. Y algo de luz. En una mesa bebían y vociferaban, también para acallar la música ranchera, cinco tipos fornidos y pelados al cepillo. Eran militares de una base cercana. Y al lado una transexual sexagenaria en minifalda. El chef resultó muy «cariñoso» y las dos grandotas camareras, también de origen y habla mejicanos, podían con aquella barra y las 20 mesas. ¡Y otra del Méjico profundo!
La comida llegó pronto; pedimos el Menú nº 1. Y no era de varios servicios sino un plato-bandeja repleta de cosas: tacos, enchiladas, ensalada, arroz amarillo, pimiento relleno con queso gratinado, puré de frejoles, chiles poblanos y aguacate. Cada vez que metía el tenedor y sacaba un alimento aparecía otro debajo. Y vino un amplio plato de nachos con un conduto a base de vegetales en brunoisse, «desebrada» (deshilachada) brisket, queso fundido, chiles..., muy sabroso. Dos personas, con dos cervezas y una coca-cola, 44€. Y no se pudo con todo. Salí un tanto mosca: aquel batiburrillo más pareció una comida de jornaleros el día del patrón en un rancho mejicano. Pero es esa la manera de comer en Texas en la mayoría de los restoranes mejicanos estándar, me contaron.
Al día siguiente evité las aventuras y desayuné en el restorán anexo al hotel: Lamezze. Y no es libanés. No me dijeron el porqué del nombre. Un ejemplo de limpieza y excelente servicio y el desayuno fue el mejor de todos los que tomaríamos en las tres semanas: dos huevos fritos, un steak de lomo bajo, un bouquet de espárragos, tomates cherry, unas rústicas papas fritas y tostadas, mantequilla y confitura. 14€.
Y me pareció interesante visitar el National Border Patrol Museum, a unos kilómetros fuera de la ciudad, en zona desértica. Estás a mi juicio completo: los uniformes y las armas desde los inicios, cientos de fotos, planos, automóviles, jeeps, helicóptero y avioneta de rastreo… Y El Paso no dio para más, quería cruzar el puente y visitar Ciudad Juárez, pero…
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