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Mario Hernández Bueno
Sábado, 29 de junio 2024, 21:30
Y desde una cota algo elevada avistamos Corpus Christi, con unos 300 mil habitantes. No fue una visión idílica: edificios de muy distintas alturas, casas coloniales alternando con inmensos solares y, destacando, una colosal planta química y una, no menor, refinería de petróleo. Eso sí, vimos ya el mar, el Golfo de Méjico. Por donde, en 1519, el explorador español Alonso Álvarez de Pineda estuvo merodeando y en 1746, el día del Corpus, su compatriota, Joaquín de Orobio y Basterra, dio orden de levantar un asentamiento.
Nuestro hotel fue el Omni situado en la calle Water, primera línea tras una avenida marítima que me recordó a la de Las Palmas de G.C. Un rascacielos que desde nuestra planta, la 28, teníamos unas espléndidas vistas. Un portaaviones fondeado destacaba en un mar color turquesa. Al ser un destino turístico sobraban restoranes en un mes, abril, casi sin visitantes. Obvio, elegimos uno muy acreditado y cercano especializado en pescados: Water Street Oyster Bar.
Pedimos calamares fritos, que vinieron con zanahoria y jalapeños enharinados (16€); Grilled sample: lomo de snaper a la plancha, cuatro langostinos, Pastel de cangrejo y un poco de ensalada. Otro totum revolutum, la contaminación mejicana (33 €). Y ostras rebozadas y fritas (9€).
El restorán es grande y con un diseño magnífico, pero salimos descontentos: no saben cocinar el pescado, que, además, no tenía sabor, es de aguas tibias, se ofrecía poquísima variedad y congelado. Sin embargo, el servicio de comedor fue magnífico; la camarera Ravae, mejicana, un encanto.
Estaba claro: si ese era el mejor figón de pescados tendría yo que olvidarme de la realidad en la que se había convertido mi sueño ictiofágico. Y entonces optamos por un tailandés, el Thai Spice. Un veterano a la vista de su sobada decoración y lejos de que la experiencia fuese una garantía resultó ser un desastre culinario amén de caro y con un servicio horroroso a cargo de un joven novato. Pero teníamos otras cosas que hacer. Por ejemplo, comprar, para un amigo, un cargador para fusil ametrallador (aseguro que posee licencia).
Tuvimos que llegarnos hasta las afueras de la ciudad para dar con una armería, y cuál fue mi sorpresa cuando su dependiente me dio la espantada. No lo quiso vender ni me permitió tomar fotos. Y se cayó el tópico de que en Texas se venden armas como si fuesen pasteles. Ese empleado junto al fantasmagórico policía Martínez, en Marfa, fueron los «premios vinagre» en nuestro deambular por Texas.
Hubo más cosas, en la ciudad, que me sorprendieron: se veían mejicanos, pero ya no hablaban español, y durante las mañanas la ciudad permanecía casi desierta, casi no circulaban autos ni personas. Y aprovechando aquella salida de la ciudad nos dirigimos a un paraje excepcional: Isla del padre. Pero poco antes nos detuvimos en un pinturero rincón: el desaparecido puertito pesquero Sunset Island convertido en un lugar de ocio con un par de restoranes, genialmente decorados aprovechando los viejos embarcaderos de madera.
Concretamente, el Snoopys es un laberinto de recovecos plagados de curiosidades, cachivaches y fotos antiguas. Era por la mañana y el negocio aun no estaba operativo; y como los texanos son gente estupenda, el manager nos facilitó una empleada para que nos mostrara también el otro restorán, The Pearl, y nos señalara detalles de su más que curiosa decoración. La Isla del padre es un lugar bien extraño. Una interminable llanura cubierta de fresco verde sin casas ni personas. Pura naturaleza. Playas infinitas.
Al día siguiente teníamos que cumplir con una curiosidad: visitar el Museo de la cantante Selena, la asesinada «Reina del tex-.mex», que con un entusiasmo muy juvenil nos habló aquella dependienta en el aeropuerto de Gran Canaria. Y casi a la salida de la ciudad lo localizamos. Pero no habíamos desayunado y justo enfrente vimos una cantina mejicana. Absolutamente Méjico profundo: decoración, empleados (afectuosos) y comida. Pedimos Huevos rancheros, café.
Y ya restaurados nos plantamos en el Museo, en donde estaba un grupo de fans de distintas edades esperando y pronto una guía de habla hispana se hizo cargo de todos nosotros y nos condujo a través de las diferentes piezas del chalé. El cuarto de grabación, de unos 30m2, tiene un vetusto piso de madera, muy bien pulido, y, por todo mobiliario, un piano. Y nos recordó la guía que esa habitación aparece en la película sobre la vida de Selena y donde la diva Jennifer López rodó escenas.
Todos los trajes, guitarras eléctricas de su grupo: Los Dinos, los zapatos, incluso un auto deportivo y recuerdos personales abarrotan una sala enorme. Estábamos mirándolo todo cuando Tania llamó mi atención: En esa habitación debe de estar alguien importante, pues está rodeado de gente, me chivó. Me acerqué y me detuve en el marco de la puerta; entonces, un señor sentado, que se veía como el importante, me miró fijamente y me preguntó quién era. Le dije que un turista español. Me repreguntó de donde y se formó una pequeña algarabía. Una señora se salió del corrillo, compuesto por viejos músicos, se acercó y me dijo que era profesora de Historia y que enseñaba con orgullo que fueron canarios quienes fundaron la ciudad de San Antonio.
Entonces le dije que nosotros habíamos venido a Texas con el principal propósito de entrevistarnos con los descendientes. Total, que se formó una tertulia y yo hablé largo con el señor principal sobre boleros, tríos mejicanos, solistas... Y tanto se entusiasmo –o quizá lo que quería era librarse de nuestra ya larga presencia– que nos pidió hacernos fotos. Era el padre de Selena, don Abraham Quintanilla, cantante, compositor, productor, que nunca se levantó de una silla porque estaba impedido a causa de un accidente. Y ya fuera de la habitación, un señor, que había observado el sainete, se nos acercó y murmuró: Eso ha sido bien raro, él no hace eso con nadie; solo con la gente que le cae muy bien. Pueden estar ustedes orgullosos, apostilló.
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