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Mario Hernández Bueno
Sábado, 3 de agosto 2024, 22:46
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Abandonamos Austin con el propósito de volver un día. Fueron poco más de 24 horas y no pudimos conocer su oferta gastronómica, que a fuer de lo que nos contó Diego tiene una de las mejores de los EEUU. Y, como casi siempre, los restoranes españoles, un desastre.
Aterrizamos en el Kennedy y nos recogió un chófer chino que no hablaba ni papa de inglés ¡Que invento el Google Maps! Y qué valor tienen esos inmigrantes que han llegado para ganarse el pan honradamente, como sea. Nuestro hotel comparte pared con la Grand Central Station, punto neurálgico de Manhattan. Era hora de una cena temprana, no habíamos almorzado, y con bastante apetito estábamos dispuestos a meternos en un italiano con pizzas. Muy cerca se encuentra el Osteria Laguna, y nos lo recomendó una servicial recepcionista portorriqueña. Por lo que obtuvo un turrón Imperial de los de «Vuelve a casa por Navidad». Cuando viajo al extranjero llevo una carga. Me sirven para salvar las comidas en lugares de dudosa civilización o como muestra de afecto a empleados ejemplares de hoteles.
La italianada resultó bien y mejor servida ¡cómo no! por una plantilla de jovencitos mejicanos. Incluso el malabarista-pizzero era de Guanajuato. Ensalada César, Tagliatelle a la boloñesa, una pizza con verduras, par de cervezas y un agua, 85€. En un comedor bien resuelto e impoluto, por lo que hasta barato pareciome. Y es que el costo de la vida en la Gran Manzana está, si no por las nubes, por encima del Empire State. Es recomendable.
Al día siguiente acudimos a uno de los steakhouses de mucho renombre e histórico, Keens. Es de los escasos decimonónicos y de entrada impresiona por una asombrosa colección de cachimbas: más de 50.000. Ocupa un semisótano y una planta más alta, en donde está un bar con mucho sabor e Historia. El comedor también es acogedor y, como es habitual en NY, en penumbra. Nos acomodaron en la mejor mesa, había reservado meses atrás. El camarero, un figurín: impoluto en el vestir, amabilísimo en el trato.
Le pedimos Ensalada de bogavante, que fue de factura de haute cuisine; un solomillo de 250 gramos y un New York Cut Steak (lomo bajo) de 450. Con papa al horno y un salteado de champiñones, agua Saratoga y par de cervezas 207€. Con la propina, 230€. En este caso, voluntaria. Pues ninguna «orientación» o «sugerencia» apareció impresa al final de la cuenta. Detalle elegante, ya que exigir la propina -cosa muy neoyorquina- lo detesto. La ensalada fue la mejor, en su género, que he comido: carne de bogavante, horseradish, aguacate, naranja sanguina, brotes de cebolla, hojitas de lechuga y mini habichuelas. Todo atractivamente montado y con un aderezo suave.
Pero mi lomo llegó medio hecho y al preguntarme el camarero se lo dije. Muy probablemente con cara infeliz. Y sin pensárselo pidió llevárselo. Me negué porque creí que yo había especificado mal el punto. Allá no es exactamente igual que acá. Como no hubo manera de convencerlo se fue y regresó con la manager, y tras sus reiterados ruegos tampoco accedí. Después la amable dama nos mostró todo el restorán y nos contó la historia de su fundador, que tuvo relación con Abraham Lincoln. Es un steakhouse clásico, que no se debe dejar de visitar.
Y al otro día quería cumplir con una curiosidad: tras conocer hace años Eataly deseaba ver la «réplica»: Little Spain. ¡Qué decepción! Mientras que aquel mercado de productos italianos es un inmejorable catálogo para promocionarlos, el de España no. En gran parte es la auto promoción del mediático cocinero José Andrés, quien con Fernando Adriá fueron los ideólogos, si bien desconozco quien los financió. Viene a ser como un food court (patio de comidas): un espacio en donde se concentran diversos mini restoranes. ¡Ah! los precios: un café exprés servido en cartón, 5,35€. 6 churros, 6€; los bocadillos a 15… Estaba casi vacío.
Cerca está el Chelsea Market, que, como de costumbre, no cabía un alma más. Es lugar que siempre visito, fue la enorme fábrica de las galletas Oreo. Hay magníficos supermercados y restoranes étnicos y la tienda de conservas y utensilios de cocina anima a llevárselo todo… Aparte de hacer compras o comer es idóneo para recrear la vista a través de los diversos comercios personalizados. Después, caminando, nos topamos con el cartel Tomiño y paramos para curiosear y hacer un tentempié. El figón es taberna de sangre gallega llevada por una segunda generación: cuatro hermanos nacidos en NY. Sus padres, ya fallecidos, fueron emigrantes de Tomiño, Pontevedra, y hace años abrieron un restorán italiano y otro brasileño.
Es el Tomiño de corte moderno; tiene una buena barra y, tras esta, un pequeño comedor y la cocina abierta. Y todo el personal, hispanoamericano, lo normal en NY. Tomamos un corto refrigerio (teníamos la cena temprano en el indio de moda entre los entendidos): tres cañas Estrella de Galicia, cuatro croquetitas redondas de jamón, sabrosas, y una mini tortilla al estilo de Betanzos que no resultó. Esas áureas preparaciones, tan pequeñas, no dan la talla. Y nunca mejor dicho.
Allí ofició hasta hace poco, como chef, Fran García Navas, que lo hace ahora en el dos estrellas Michelin, Culler de Pau (Pontevedra). La cuenta, 60€. Reconozco que estoy un poco obsesionado por cómo funciona y que éxito recoge la restauración española por el mundo. Y también reconozco que son mucho más los desencantos. Pero existen en NY con cierta boga Casa Nono, Bar Jamón, Salinas y Socarrat. Y caminando llegamos, cerca, a la más antigua y mejor dotada tienda de comestibles españoles, que me quitaría, en parte, el mal rollo de Little Spain.
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