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A simple vista es una casa vieja y en ruinas, abandonada y como en tierra de nadie, en medio de un solar mal vallado que nunca llegó a construirse. Pero para Juana García Rodríguez las paredes de la llamada Casa del Mato, en El Tablero (San Bartolomé de Tirajana), custodian los recuerdos de buena parte de su vida, de la de sus padres y de la de sus abuelos. Ella, que nació allí, como el resto de sus 7 hermanos, fue una de las últimas personas que la habitaron y su estampa actual no la deja indiferente. «Veo como está y me da sentimiento».
Aunque no tiene muy precisas las fechas, calcula que fue hace 50 años cuando la dejaron. Se tuvieron que mudar a otra casa porque la reclamaron sus dueños. No era de ellos, pese a que, cosas de la vida, fue levantada, piedra a piedra, por su abuelo Andrés Avelino Rodríguez Rodríguez, maestro albañil que, por cierto, trabajó en la construcción del Faro de Maspalomas. Según investigaciones del que fuera vecino de El Tablero y cronista oficial del municipio, Carmelo Pérez, la edificación data de 1903. Además, también plantó el laurel de Indias que le da nombre.
Juana, con 92 años, cuenta que Andrés Avelino fue a parar a El Tablero en calidad de medianero de una finca que entonces era de los Fiol, una fórmula mediante la que el propietario deja cultivar y trabajar sus tierras a cambio de que la producción resultante se reparta a medias entre uno y otro. Avelino fue el primero en llegar, pero pronto se le unieron dos familias más. En concreto, los Fiol tuvieron tres medianeros, el abuelo de Juana y su mujer, Emilia Perera Zerpa; Rafael Valerón y Juana Jiménez, que eran de Media Fanega; y Francisco Vega y Pino Quintero, llegados desde Telde, según recogió Pérez en su libro 'El Tablero de Maspalomas y su realidad social'.
«Mis abuelos vivían donde está ahora la Casa Vieja, en San Fernando, y estando allí lo mandaron a trabajar al faro; cuando lo terminaron, lo dejaron a su cargo hasta que nombraran a un torrero, pero cogió miedo porque decía que el faro se movía, así que se cogió un burro y se fue». Y mientras lo cuenta, Juana no puede evitar reírse. Lo cierto es que, según dice que le contó su madre, dada la situación, el ingeniero del faro le buscó otro trabajo con los dueños de una de las dos grandes fincas sobre las que se asienta El Tablero, la de los Fiol. La otra era la de los Pestana.
«Primero hizo la que llamaron la casa negra porque no estaba encalada», recuerda Juana. Y después fabricó la del Mato. De la primera no queda nada. «La tiraron al suelo para hacer la autopista». La segunda sobrevive a duras penas, ubicado en una cuña urbanística entre las calles Sao Paulo, Avenida del Barranco y Alajuela, y envuelta en una enrevesada burocracia urbanística. Sobre el papel, es del Ayuntamiento de San Bartolomé de Tirajana, pero lo es en virtud de un convenio urbanístico que tampoco ha sido desarrollado. La empresa propiedad del suelo, del grupo Santana Cazorla, estaba en 2023 en trámites de liquidación.
Juana tiene fijada en su mente cómo era la casa por dentro, también conocida como casa del estanque por la alberca que tenía al lado. «Primero tenía un estanque chico, del que no me acuerdo, y después se hizo el grande». Su sobrina Soraya Falcón, que por circunstancias se crio en esa vivienda desde los 18 meses hasta los 9 años, le recuerda que ese estanque estaba por donde ahora pasa la carretera que sube a El Tablero desde Sonnenland. Sus abuelos tuvieron 8 hijos, pero solo una, Fidelina Rodríguez Perera, aunque todo el mundo la llamaba Lola, se quedó en la Casa del Mato. Se casó con Maximino García Rodríguez y allí tuvieron y criaron también a sus 8 hijos, entre ellos, a Juana.
«Era una casa muy antigua, con dos habitaciones nada más, tenía una cocina pequeña, y luego mi madre hizo una más grande» Tampoco tenía baño, hasta que más tarde habilitaron uno de madera fuera de la vivienda. Antes se tiraba todo al barranco, a la ladera. «Allí nos criamos ocho chiquillos y bien saludables. Éramos 10 personas y nunca nos faltó de comer, ni cuando la guerra. Yo tenía cinco años, porque nací en el 31. Y me acuerdo de que se iba la gente a la guerra y los vecinos lloraban, pero nunca nos faltó comida». Plantaban de todo. Luego vino el tomate para exportación y lo monopolizó todo.
Los hermanos se fueron casando y fueron dejando la casa, donde al final solo quedaron los padres, Maximino y Fidelina, sus dos hijas solteras, Juana y Maximina, y la niña Soraya. «Las habitaciones eran gigantes, que, a su vez, se dividían por cortinas». A Juana se le vienen a la mente los techos. «Tenía unas vigas de madera muy bonitas, que mi madre trataba con aceite de pozo». Soraya recuerda el patio, lleno de plantas y cubierto de planchas por la que entraba la luz del sol. Y sus juegos junto al árbol, unas veces en los remos que les hizo el abuelo Maximino, otras, haciendo collares y pulseras con las bolitas que caían del laurel.
Desde hace unos años para acá todo eso ha sido pasto del abandono y también de los okupas, que han hecho y siguen haciendo de las suyas en un inmueble, memoria arquitectónica de El Tablero, que debería estar protegido y con el que sus vecinos sueñan como futuro recinto cultural. Juana no ve la hora de que la recuperen. Le duele porque sabe lo que esa casa ha supuesto para su familia, pese a que siempre tuvieron claro que no les pertenecía. Le queda el consuelo de que ni su padre ni su madre, a pesar de lo longevos que fueron, no la llegaron nunca a ver tan mal.
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