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Los acontecimientos que se suceden en el planeta nos afectan, porque la mayoría de ellos tienen por sí mismos el peso suficiente para que nos preocupemos. Es como si hubiésemos llegado a un punto en el que todo parece que va a saltar en pedazos, porque hoy, con este mundo tan globalizado y como consecuencia tan interdependiente, se hace cada vez más posible el efecto mariposa, porque hemos pasado de una cierta autosuficiencia a depender de que en no sé qué país fabriquen cualquier artefacto que es absolutamente necesario para que funcione un aparato que supuestamente nos hace la vida más fácil. Todo eso lleva unos costes enormes en transporte y en desgaste del planeta, y ya le hemos visto las orejas al lobo con la escasez de componentes procedentes de China para fabricar o reparar un automóvil que se vende como europeo.

En el momento en que escribo este artículo (lunes, 5 de agosto, por la tarde), tenemos el corazón en un puño por el permanente asedio a Gaza, o porque no sabemos la dimensión y las consecuencias que tendrá el ataque que han anunciado Hezbolá e Irán contra Israel, en represalia por haber asesinado en su país al líder de Hamás. Tampoco sabemos con certeza en qué situación está la guerra de Ucrania, que se intensifica cada día, y así muchos conflictos que hacen temblar el mundo y que empiezan a tocar ideológicamente en nuestra puerta, como los disturbios en el Reino Unido, ocasionados por la diabólica manipulación de informaciones falsas sobre el atentado que costó la vida a tres niños a manos de un británico cuya verdadera filiación ignoramos certeramente, porque la desinformación es hoy un arma tan letal como las bombas.

Esta semana se especula sobre lo que hay que decir en torno a Venezuela. Es como si hubiera que estar alistándose un día sí y otro también a los tirios o a los troyanos; y lo que es peor, se puede entender que alguien piense diferente, pero lo curioso es que se pida una especie de declaración, siempre a favor o en contra de algo, porque ya todo es absolutamente maravilloso o rematadamente malo. Y no hay más, como si las cosas sucedieran por generación espontánea. Está claro que arrinconar la filosofía básica en los programas educativos ha sido una mala idea, y parece que ya no es necesario que haya causa para que se produzca un efecto, que es a su vez causa de una cadena de acciones que conforma nuestra existencia. Pues ahora molesta hasta el silencio. Esa insistencia de que «usted tiene que posicionarse» me parece un disparate; alguien que no representa a nadie, sino a sí mismo, dirá esto, lo otro o simplemente callará, no por miedo, sino porque resulta muy complicado separar la paja del grano y emitir juicios si conocer las premisas. No veo la imprescindible urgencia de que alguien se manifieste sobre los fichajes de la UD Las Palmas o la aparición de Céline Dion en la Torre Eiffel cantando a Edith Piaf. Eso tendrán que hacerlo los especialistas, y siempre con el riesgo de equivocarse, que es algo que se asume cuando se opina.

Pues eso, que ha habido elecciones en Venezuela, y si alguien calla es porque es acérrimo seguidor del chavismo de Maduro, o, por el contrario, un vendido al capitalismo yanqui. Y pudiera ser que ni una cosa ni la otra, pero eso no cuenta. La historia de Venezuela viene de muy lejos, y como república independiente nació con el estigma de los dictatoriales espadones españoles que heredó Bolívar, producto del criollismo más genuino. Podría haber surgido con el manto de la Ilustración que propuso poco antes Miranda, pero la historia es la que es. Chávez hizo una constitución que apellidó bolivariana, adjetivo que llevó incluso al nombre de la nación, y nunca podré satisfacer mi curiosidad sobre lo que pensaría Simón Bolívar de esa retórica chavista -con su componente religioso- en la que ya no sabemos exactamente qué significan las palabras.

Hubo elecciones, pero ni para muchos de quienes apoyan el chavismo están claros los resultados, y la reacción de Maduro ha asido la de siempre, ocultar las actas y anunciar cárceles muy duras para los opositores. Hombre, blanco y en botella… El chavismo llegó como reacción airada contra la enorme corrupción que asoló Venezuela en el último tercio del siglo XX, cuando los de la COPEI y los Adecos se turnaban en la destrucción de una economía sólida porque se sostenía en una gran riqueza en materias primas, una agricultura bendecida y unas costas de ensueño, como corresponde al Caribe. El presidente Carlos Andrés Pérez, punta de ese enorme iceberg, fue destituido y juzgado por corrupción en 1993.

Chávez llegó por las urnas, pero, como ha ocurrido demasiadas veces en la historia, fue amañando el nuevo estado a su imagen y semejanza. Me asombra la naturalidad con la que algunos líderes de la izquierda española tragan con esta situación y la defienden. ¿Qué saben ellos que yo no sé? El abuso de poder que ocurre en Venezuela es una dictadura de libro, pues no olvidemos que Franco también hacía elecciones para llenar las Cortes de procuradores. Y las dictaduras son todas iguales, no las hay de derechas o de izquierdas. Por lo tanto, mi posición personal que, como ya he dicho, no sirve para gran cosa, es que no puedo aplaudir un sistema que absorbe todos los poderes del Estado y utiliza la persecución y la amenaza, como poco. Por otra parte, tampoco me creo la pureza democrática de las sucesivas oposiciones contra el chavismo. Ledesma, Guaidó, Corina Machado o Edmundo González no me dan «buena vibra» (así dicen ahora), porque tienen un cierto aroma a las retóricas clasistas de toda la vida. Galgos o podencos: perros. Es decir, pobre Venezuela.

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