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Mario Hernández Bueno
Sábado, 17 de agosto 2024, 22:48
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Es difícil aburrirse, propone diferentes distritos o barrios con sus singularidades y es un paraíso para los mitómanos. Lo mismo puede uno pasar el rato recreando escenarios de la Mafia que ver donde nació o vive tal actor o cual personaje de fama mundial arraigados en la cultura popular.
Y casi para cerrar el mito James Dean fuimos a conocer el hotel donde vivió durante el tiempo que le llevó la incierta búsqueda para convertirse en actor tras partir de Marion. El pueblito granjero de la profunda Indiana donde nació y se crió. El Iroquois del que –yo creía- era una pensión de pulgas y chinches es hoy un lujoso hotel boutique y ostenta en la puerta una placa de bronce: «SMALL LUXURY HOTELS of the world».
Tania y algunas amigas irán a NY, así que, si fuese de su agrado, aprovecharía para reservar. Charlamos con la jefa de recepción, extravertida y muy cariñosa, y solicitamos las tarifas, no bajan de los 500€. Recorrimos el pequeño hall y el elegante saloncito social, en donde cuelgan algunas fotos del actor y postales escritas por él. No había más huellas. Salvo su habitación, que se sitúa en la planta novena y que, como en el hotel Paisano, en Marfa, es solicitada por los mitómanos.
Ese día nos habían dado ataques de mitomanía, nos acercamos hasta el 590 de la Lexington Ave. y paramos sobre la rejilla del respiradero del metro, en donde un fuerte chorro de aire le levanta la falda a la diosa Marilyn Monroe en la comedia La tentación vive arriba. Escena que tuvo que repetirse muchas veces y fue una de las causas para que Joe DiMaggio pidiera el divorcio. Y como viejos turistas japoneses posamos sobre la rejilla para tomarnos fotos.
Después fuimos a Queens. Me chiflan los barrios étnicos, sobre todo hispanos. Es como saltar sobre coloristas ciudades de nuestra América. Paseamos por la larga Ave. Roosvelt, que es el epitome de sus vidas y maneras y nos deleitamos mirando los personajes de aquí para allá, las más auténticas cocinas callejeras, mercadillos, pescaderías, confiterías, cafeterías. Todo tipo de comercios a precios más bajos que en Manhattan. Y para poder usar un WC tomamos un refresco en un pequeño y modesto restorán dominicano, en donde me regocijé al ver que tenía como especialidad Sancocho (Puchero) a 11€. Más barato que aquí. Y existe, en la vieja Isla de La Española, el «de las 7 carnes».
Regresamos a Manhattan. El metro me encanta porque es la suma y resumen del melting pot que es Nueva York. ¡Qué cantidad de personajes diferentes! Me divierte observarlos. Hay negros, asiáticos, hispanos,… y suelo pegar la hebra con alguno, sobre todo gente mayor hispana. Y mientras observaba el paisanaje recordé que una de las excursiones a Queens fue para ver, en las afueras, el enorme e impoluto cementerio que acoge con la obligada serenidad grandes capos como Lou Castellano, John Gotti… O recordar que el bautizo de Queens fue en honor de mi reina favorita portuguesa: Catalina de Braganza, que casó con el inglés Carlos II.
La también gastrónoma hizo ver su poderío al regalarle a Carlos por la boda el inmenso territorio de Bombay. India fue, en gran parte, portuguesa y la faenaron los ingleses, que en eso fueron artistas-profesores. Y deben los británicos a Catalina parte de su famosa idiosincrasia: el ritual del té de las 4 y la «marmelade». La golosina se elaboraba en su palacio portugués con marmelos (membrillos) y después se hizo con naranjas amargas, las bigarades. Por lo tanto, la única mermelada es de naranjas amargas, lo demás son jam (confituras).
Hace años estuve en Alentejo, cerca de Badajoz, donde se encuentra el soberbio palacio de los Braganza. Yo iba de trabajo al lujoso hotel Marmoris, propiedad de un millonario, merced al abundante mármol cercano. Un día fui a visitar la morada de la reina, hoy un museo, y me llamó la atención el gran espacio dedicado a cocina y sus utensilios, amen de unos menús de Cocina francesa amorosamente escritos y decorados a mano. Era doña Catalina una dama refinada.
Y a tan dulces recuerdos se sumaba la excitación que me producía saber que en unas horas estaría sentado en uno de los más reputados steakhouses de NY y que por diversas razones aun no lo había visitado.
El comedor del Old Homestead es algo menos elegante que Keens. Es largo y angosto, forrado de maderas oscuras y espejos. Los camareros, emigrantes del Este de Europa, no son tan serios, adustos, como los de Keens; tienen un toque tabernario y generan bromas, que no me molestaron. Al revés, las fomenté. Opté por el NY Sirloin steak, que es un filete de lomo bajo de unos 500 gramos.
Carne que provee la ganadería Sherry Brothers, propietaria del asador, el más antiguo de la ciudad (1868). Y Tania pidió el solomillo. Ambas carnes resultaron algo mejor que las de Keens. Primero tomamos una Ensalada César, como siempre heterodoxa, y con las carnes vino puré de papas y Espinacas a la crema. Con un par de Fernet (32€) y algunas cervezas, la cuenta salió por 258€. Con una mínima propina alcanzó los 280€.
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