Sobre las inexactitudes históricas de Juan Bethencourt con la lucha prehispánica
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Su conocida obra 'Historia del Pueblo Guanche', de más de un siglo de antigüedad, contiene varios apuntes controvertidosPedro Reyes
Las Palmas de Gran Canaria
Sábado, 14 de septiembre 2024, 18:12
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Hablar de Juan Bethencourt Alfonso (San Miguel de Abona 1847-1913) es hacerlo de un médico cirujano tinerfeño que se dedicó con pasión a la investigación de la cultura canaria, desde los aborígenes, aunque especialmente hizo hincapié en los guanches, antiguos habitantes de Tenerife.
En sus biografías se le considera también historiador, periodista, profesor, arqueólogo, político y que realizó una gran labor en conocer las costumbres de los antiguos canarios. Además, fue uno de los grandes intelectuales tinerfeños del siglo XIX.
Escribió tres obras Costumbres populares canarias de matrimonio, nacimiento y muerte, Los aborígenes canarios e Historia del Pueblo Guanche.
En el segundo tomo de esta última, dedicado a la etnografía y organización sociopolítica, hace alusión a la lucha canaria en el capítulo XIII, en el que escribe sobre los juegos beñesmares, como él los llamaba.
Historia del Pueblo Guache ha tenido detractores porque la consideran, en algunos apartados, alejada de una correcta investigación científica.
El catedrático y Premio Canarias de Investigación, el también tinerfeño Antonio Tejera Gaspar, realiza el prólogo de la edición de 1992 y ya indica que «se trata de una obra escrita a principios de siglo- el XX-, por un estudioso dedicado a otras tareas profesionales y en una época donde aún no se poseía el conocimiento sobre la cultura prehistórica, que se ha ido enriqueciendo en lo que va de siglo. Todo ello contribuye a que muchas de sus interpretaciones resulten hoy día difícilmente aceptables». No para aquí Tejera Gaspar. «El autor, desde su perspectiva, explica el pasado desde el presente, criterio que utiliza para presentar hechos históricos». En otro apartado llega a escribir que «confunde manifestaciones culturales de los guanches con otras que pertenecen a la tradición de los campesinos».
Comienza el capítulo expresando que «los juegos Beñesmares recuerdan los juegos helénicos. La lucha: el terrero, los jueces de campo e indumentaria de los luchadores, reglas de las luchadas y breves consideraciones de las mismas». Después de ello comienza a explicar las diferentes mañas, con sus nombres respectivos.
Solo este comienzo ya deja entrever algunas inexactitudes que se agrandarían más adelante.
Sobre la lucha expresa que «los guanches no imitaron a los griegos desnudándose completamente, sino que usaban una especie de taparrabo de fibras de malva o de esterillas de palma, tal vez porque la mujer era constante espectadora, pero coincidían en friccionarse el cuerpo con grasa para adquirir mayor elasticidad y con arena o tierra para prestarles fijeza».
Estas primeras anotaciones se acercaban a la realidad, pero los aborígenes se untaban de grasa para que el contrario no pudiera agarrar, no para ganar elasticidad y lo de la arena era para quitar esa opción y poder sujetar al adversario.
«Fue la lucha canaria el deporte favorito de los guanches, conservado con entusiasmo hasta las postrimerías del siglo pasado -el XIX-. Aunque se trata de encuentros cuerpo a cuerpo de los hombres, no ofrece comparación alguna de las variedades brutales y feroces de los helenos. En la lucha de los guanches abundan las actitudes gallardas, de suprema elegancia. Prodíganse los rasgos de generosidad al extremo que, el vencedor tiende la mano al vencido para levantarlo noblemente. La fuerza sin el arte es impotente».
En este apartado, los valores que transmitían las luchas de los indígenas canarios se han conservado a lo largo de los siglos y es una de las características del vernáculo deporte que se intentan mantener, pero no siempre se consigue; pero decir que la lucha, no los valores, se conservaron hasta el siglo XIX, es cuanto menos, un error.
En el principio de este párrafo, en la edición anotada por Manuel Fariña, se quiere diferenciar «luchar», palabra que no aparece en el lenguaje de los bereberes, sino «pelear», que es otro concepto. Este desear diferenciarse de la lucha de los africanos ha quedado obsoleto ya que la lucha addarui bereber es el antecedente y el origen del vernáculo deporte.
Fariñas era sabedor de las inexactitudes de las aseveraciones de Juan de Bethencourt y termina escribiendo: «Llevado por su afición a la lucha nos plantea una completa descripción de tipo etnográfico acerca de los terreros, que él visitó.
Indudablemente tal práctica gimnástica y lúdica, debió experimentar algunos cambios desde la época prehistórica hasta el siglo XIX». Siendo conocedor de que lo que escribía era de la lucha que había visto, no de la prehistórica pero así suavizaba el texto.
Sus aseveraciones llegan a tal situación, indicando que «los indígenas jamás concedían patente de luchador a los de espera- los contristas- como fue siempre la escuela esperancera del pueblo del Rosario, ni adjudicaban el triunfo en los juegos Beñesmares sino a los que además de vencer a cuantos le disputaban el terrero, armaban lucha no bien agarraban».
La imaginación del autor no tiene fin, aunque era un canto por los que van luchar, no a esperar al rival y estar a la defensiva.
La rivalidad se ve en esa época con los que actuaban «a la contra», no al ataque, y le llevó a estas consideraciones que nada tienen que ver con la realidad de los aborígenes, sino solo en su época, ya que el objetivo en la lucha prehispánica era inmovilizar al contrario o que cayera en el terrero, las dos variantes habidas en función del lugar.
No para aquí su intento de llevar la lucha de siglo XIX al mundo prehispánico. «Para realizar el espectáculo elegían el terrero, o séase la palestra. Consistía en un llano limpio de piedras, de suelo terrizo, no blando, para evitar que se hundieran los pies del luchador. Los espectadores disponían en circo, compuesto de varias filas, las delanteras sentadas o medio en cuclillas, y las postreras, de pie hallándose el diámetro del circo en relación a la concurrencia».
Típica situación una luchada en el siglo XIX, pero no hay constancia alguna de que los indígenas tuvieran esa disposición viendo las luchas.
«Aunque el rey y la alta nobleza asistían al acto, lo dirigían, sin embargo, el tribunal de la lucha, los jueces de campo, compuesto de tres nobles inteligente en el arte, que además de la corte, eran los únicos que tomaban asientos en sendas piedras. Disponían todo lo relativo a la función, establecían las condiciones, dirimían las dudas, sus decisiones serán inapelables y su autoridad siempre acatada».
Otra grave confusión de la lucha canaria prehispánica con la de después del siglo XV, ya que, en la antigüedad, eran los Reyes ya sea el Guanarteme o el Mencey en Gran Canaria o Tenerife, los únicos que podían decidir en ellas.
Los tres jueces fue con posterioridad a la conquista y, lógicamente, en el siglo XIX así se realizaba.
«Había musleras reglamentarias con destino a los luchadores y era la única prenda que vestían. Según la tradición, tenían cierto parecido a los calzoncillos cortos de baño que no pasaran de la raíz de los muslos, donde remataran en gursos rodetes que para asir las manos del contrario y cuya pretina terminara en un costado en dos cabos perdidos para atarlos. Le hacían las trenzas de mañas muy resistentes y reforzadas por fuera con cuero».
No se puede entender este despiste de Bethencourt Afonso, cuando en el principio del relato ya decía que los indígenas usaban taparrabos de fibra de malvas, pero puede que por su emoción en describir la lucha y por cómo vestían, se le olvidó este detalle que el mismo ya había advertido al principio del capítulo.
Continua el tinerfeño en su confusión diciendo que «las luchadas como todos los demás deportes hallábase reglamentados, constituyendo sus principios una especie de código de honor».
No quiso dejar mal al investigador Manuel Fariña, ya que en sus anotaciones a pie de página dice «a partir de aquí se hace una descripción etnográfica de la lucha canaria y su práctica a finales del siglo XIX», que es lo correcto, pero no en el mundo aborigen como expresaba el autor, por mucho que Fariña se empeñe en intentar cambiarlo.
Con ello intenta que «la confusión» que viene a continuación por parte del investigador no llegue a la categoría máxima, pues escribe que había reglas de agarre: el agarre siempre es a la derecha, cuando los indígenas no agarraban al principio de la lucha ya que no había opciones, al estar con grasa y no usar ropa.
Da otra serie de normas de la lucha de la época que también creía que hacían los indígenas y ya, para completar la fantasía del investigador, en relación a la lucha prehispánica, llega a nombrar las mañas que realizaban: palmada por dentro, agachadillas, palmada atrás, mano al muslo, el traspiés, el garabato; el cango, la levantada, la medida cadera, el mataconejos, el juego de paletas y la burra (garabato trabado por fuera con la pierna derecha en la pierna derecha del contrario).
Como una forma de conocer como era la lucha en el siglo XIX es una fuente de datos importante, pero nada que ver con la lucha prehispánica.
Para finalizar, a diferencia de Torriani, que incluso lo dibujó, se imagina los desafíos de sangre, en los que, incluso, había fallecidos, ya que, según Bethencourt, se le daban también entre otras armas, «la naca, una especie de puñal bayoneta entre otras y no era raro que alguno quedara muerto».
Lo curioso que terminaba cuando uno caía a tierra.
Esta exageración de Bethencourt la expresó Torriani cuatro siglos antes. Lo más que tenían los luchadores eran unas piedras de sílex en la mano izquierda, posiblemente para que al arañar apareciera un poco de sangre, a la que tenían cierta animadversión y odiaban tocar, intentando que pudiera afectar al adversario.
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