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Jesús Emiliano Rodríguez Calleja
Doctor en Historia Moderna
Viernes, 13 de diciembre 2024, 01:00
La devoción a Santa Lucía es una de las más destacadas y sobresalientes del santoral cristiano. Sin duda está en la razón de ser la protectora de uno de los sentidos más imprescindibles: la vista. Pocos son los lugares de culto donde no haya una imagen o cuadro de la santa, así como templos y ermitas bajo su advocación.
Retrocediendo en el tiempo y situándonos a mediados del siglo XVI, en las altas tierras de Tirajana, desconociendo el motivo, sus vecinos, que ya tenían por patrón parroquial a San Bartolomé, decidieron encomendarse a Santa Lucía, eligiendo lugar para edificar una ermita en su honor en el pago de El Lugarejo de Tirajana. Buceando en la rica documentación protocolaria que nos legaron los antepasados tirajaneros podemos ver cómo gracias a su devoción hacia Santa Lucía y al mantenimiento de su primitiva ermita a lo largo del tiempo, lograron que adquiriese la categoría de parroquia y, con ello, la creación, al poco tiempo, dentro de su jurisdicción, de municipio, el actual de Santa Lucía de Tirajana, hoy convertido en el tercero más poblado de la isla de Gran Canaria y con la mayor diversidad étnica, racial y cultural.
Ya desde las últimas décadas del siglo XVI aparecen legados, donaciones y promesas hacia la santa, recogidas en las últimas voluntades de quienes en el momento próximo a su fallecimiento así lo manifestaron en sus disposiciones testamentarias, lo que contribuyó a la erección de la primitiva ermita y al mantenimiento de su culto.
El dato más antiguo sobre la construcción de la ermita data de 1575, cuando Pedro Báez dejó en su testamento una dobla para las obras de la ermita. Antes de que finalizase el siglo XVI otros vecinos dejaron limosnas a favor de Santa Lucía, como Pedro Hernández, que en 1582 mandó cuatro reales; Diego Hernández, en 1591, media dobla, y en 1584 Blas Martín declaró deber a la santa dos reales de ofrenda. En 1587 la obra de la ermita aún estaba realizándose, puesto que para tal fin Francisco de Monasterio contribuyó con una dobla, aunque más generoso fue Francisco García, que en 1589 aportó dos doblas. A estas aportaciones habría que añadir la contribución de los vecinos con trabajos en la obra y aporte de materiales. En 1599 María de los Ángeles Cazorla, por medio de su codicilo, prometió tres doblas para la obra, aunque con anterioridad había donado dos varas de tafetán azul. Similar ofrenda fue la que con anterioridad hizo, en 1594, Petronila Sánchez con la donación de un real y un manto de tafetán azul, misma cantidad de dinero, la donada en 1599 por Ana Josefa. Otros vecinos, ante la falta de dinero en efectivo, donaron animales, y así lo hizo Andrés González Barroso, que en 1590 donó una cabrita destetada y en 1590 Alonso González, dos colmenas.
Ya hacia finales del siglo XVI, la ermita debía estar habilitada para culto, puesto que Pedro Sánchez, en 1598, donó un cuarterón de aceite para encender la lámpara de la ermita todos los sábados, aunque la ermita seguía con necesidad de reparaciones al comprobar que en 1614 Bartolomé Cazorla dejó dos cuartos para ello. A partir de 1625 la ermita ya disponía de Libro de Cuentas y por él conocemos que para el mantenimiento de la ermita y culto a la santa, los vecinos hacían sementeras a su favor y que el cura de San Bartolomé se desplazaba para celebrar fiesta y procesión el día de su festividad, cuya procesión ya estaba consolidada años después, puesto que en 1675, en la relación de las festividades que celebraba la parroquia de San Bartolomé, se da cuenta de dicha festividad en la ermita, con misa y procesión, por un costo de 16 reales que pagaba el mayordomo.
La devoción y festividad a Santa Lucía quedó consolidada en la ciudad de las Palmas de Gran Canaria, puesto que en 1635 el Cabildo-Catedral acordó que el día de Santa Lucía fuese fiesta de guardar, por petición de la ciudad y así mismo lo solicitaron los vecinos de Telde.
El culto en la ermita tirajanera se fue manteniendo por disposiciones de los vecinos y así algunos ya dispusieron que las misas de funeral se les dijesen en la propia ermita, no en la parroquia de San Bartolomé donde eran sepultados, como así dispuso en 1694 Pedro Hernández, vecino del Tajinastal, al ofrecer un día de vela, una vela de a libra y una misa rezada en la ermita, a lo que debían obligarse sus hijos; en 1722 Catalina de Vega encargó también su funeral en la ermita, y misma disposición hizo María del Rosario en 1729, mientras que en 1747 Bartolomé Espino, vecino de Taidía, declaró deber al mayordomo de la ermita 16 reales y medio. Más difícil fue cumplir la promesa que había hecho Juan de Mederos, vecino de La Sorrueda, pues en su lecho de muerte declaró que debía a Santa Lucía una promesa de ir en piernas y descalzo un domingo hasta la ermita.
La primitiva ermita, sin duda de materiales muy endebles, perduró hasta 1761, y fue reemplazada por una nueva, aunque al poco tiempo, en 1781, estaba nuevamente derruida y a punto estuvo de desaparecer definitivamente para siempre, puesto que la imagen de la santa se pasó a la iglesia parroquial, en Tunte, en donde permaneció por espacio de siete años, pero el celo y devoción de los vecinos de El Lugarejo de Tirajana, el mandato del obispo Martínez de la Plaza y, sobre todo, el empeño del alférez de milicias don Antonio Navarro, facilitó la construcción de una nueva ermita y la imagen de Santa Lucía fue restituida a su lugar en 1788.
Durante este periodo de incertidumbre, los vecinos siguieron haciendo donaciones a favor de Santa Lucía. En 1762 Lucía Estupiñán declaró deberle medio real, y Salvador García, vecino de Riscos Blancos, declaró en 1765 que había entregado a don Alonso de Urquía, vecino de la villa de Agüimes y cogedor de la cilla (almacén-granero) de Santa Lucía, dos fanegas y media de cebada blanca, y el tazmiero, por duda, lo puso en la cilla de san Bartolomé, mandando se deshiciese el error. Dato interesante que nos pone de manifiesto que ya Santa Lucía disponía de tributos suficientes en grano como para tener un granero propio. En 1769 Mateo Monzón dejó dos misas perpetuas, a dos reales de cuantía cada una, a decir por el mes de octubre en la ermita, y que imponía sobre un cercado de hacienda en el Lugarejo, con dos horas de agua, cuyos bienes, y otros más, pasaron a su hermano Tomás Monzón. El mismo año, Francisco Magaz dispuso que su funeral fuese celebrado en la ermita de Santa Lucía, señalando de limosna dos reales y que fuese dicho por el capellán de la ermita, dato que ya acredita la existencia de un clérigo, posiblemente permanente, a cargo de la ermita. Similar disposición hizo en 1801 Sebastián Moreno, pero con la indicación de que los dos reales de la misa, si no hubiese capellán, que se les entregasen a un pobre.
El año de 1788, cuando fue restituida la imagen a la nueva ermita, Fernando Cabral ordenó que se le dijesen todos los años una misa cantada, la víspera de Santa Lucía en su ermita, pagándose por ella dos reales de plata, para siempre jamás, con cargo de que si no tuviesen dinero sus herederos se pagasen de los frutos que cogieren. Además dejó a una nieta, de nombre María Caridad, una yegua con el cargo de que todas las crías que tuviese la yegua, mientras viviere, debían ser compartidas con Santa Lucía.
En 1803 ya se solicitó la creación de la parroquia, pero hubo de esperarse hasta 1813, en que nuevamente los vecinos de El Lugarejo de Tirajana se comprometieron a dotar a la nueva parroquia de todo lo necesario, por lo que el obispo Verdugo accedió a ello y la erección parroquial tuvo lugar el 16 de septiembre de 1814, aunque hasta septiembre de dicho año no se colocó el Sagrario y por tanto comenzase a ser parroquia efectiva. Al año siguiente se constituyó el ayuntamiento y el nuevo municipio tomó el nombre de la advocación religiosa de la primitiva ermita ubicada en El Lugarejo de Tirajana, para pasar a denominarse Santa Lucía de Tirajana.
Años anteriores y posteriores a la erección parroquial y municipal aún hay reflejo de donaciones a la santa, y así en 1807 Francisco González, vecino de Taidía, donó un becerro a Santa Lucía, y otro ya criado de tres meses; al año siguiente Gabriel Pérez Villanueva declaró una deuda de cuatro reales de plata a la santa. En 1815 era mayordomo el alférez Alonso Pérez Magaz y ordenó que cuando se tomasen las cuentas, si era deudor, que se pagase de sus bienes; en 1819 Josefa Antonia Bolaños, vecina de la Hoya de Tunte, dejó diez misas a aplicar por su alma, a dos reales de plata por cada una, y que se dijesen por el párroco de Santa Lucía, por ser su parroquiana, y si el cura no pudiese decirlas, por estar muy ocupado, que se dijesen a donde quisiere su hijo. En 1831 María del Pino Suárez declaró deber cuatro reales a Santa Lucía.
Actualmente la parroquia de Santa Lucía luce un destacado edificio y el municipio es uno de los más sobresalientes de la comunidad autónoma. Mucho ha cambiado desde finales del siglo XVI, que gracias a aquellos antepasados se es lo que hoy es y a los que recordamos. Se ha pasado de una devoción vecinal antigua a una celebración festiva, a donde también acudirán devotos a pedir favores a la santa y no faltarán quienes gracias a sus antepasados desempeñan puesto en la corporación municipal, ocupando las primeras filas para no perderse salir en la foto el día de la festividad. A todos que Santa Lucia nos conserve la vista, y a los políticos en especial, para que vean mejor las necesidades del municipio y de Canarias, esperando que las promesas, si las hicieren, no se les olviden al bajar desde la zona de cumbre tirajanera hasta la costa, con el vértigo de la carretera de Los Cuchillos. Que Santa Lucía nos proteja. ¡Feliz Santa Lucía!
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