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Ilustración: Daniela Carvalho
El menú más bestia: del tiburón fermentado a los tentáculos que se mueven

El menú más bestia: del tiburón fermentado a los tentáculos que se mueven

Degustemos algunos platos que suelen provocar cierta prevención (o, directamente, una repugnancia insuperable) fuera de las culturas a las que pertenecen

Miércoles, 17 de febrero 2021, 18:15

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En esto de las comidas raritas, cada persona es un mundo. Los hay que se echan atrás ante alimentos que resultaban cotidianos para sus abuelos: en tiempos de más escasez, se aprovechaban todas las partes del ganado (vísceras, sangre, cabezas...) y se consumían animales que hoy dan repelús a los menos aventurados (los caracoles son el ejemplo más castizo). Otros, en cambio, devoran y aprecian todos los platos de nuestra tradición, pero se plantan ante algunas peculiaridades de otras culturas: dicen sí a una gamba pero no a un grillo, sí a una nécora pero no a una araña, sí a una anguila (¡o a una lamprea!) pero no a una serpiente. En este menú cosmopolita y un poco bestia hemos seleccionado siete comidas ante las que la prevención inicial de los forasteros está más o menos generalizada, aunque muchas veces la curiosidad se acabe imponiendo a ese recelo de partida.

Durián: la fruta apestosa

Esta fruta dulzona, ampliamente consumida en Asia, plantea uno de los casos más llamativos de desajuste entre culturas: para millones de personas es un manjar, lo más suculento que crece en campo, hasta el punto de que lo llaman «el rey de las frutas». Pero, ay, su olor intenso y persistente, que tanto estimula el apetito de su 'afición', ha sido comparado por otros con el pestazo de las cebollas podridas, de los neumáticos quemados o incluso de las aguas fecales. De vez en cuando, ocurre algún suceso vinculado con esta fruta grande y de llamativa corteza espinosa: en 2018, un avión indonesio tuvo que quedarse en el aeropuerto porque alguien llevaba durián; ese mismo año y el siguiente, el hedor a escape de gas obligó a evacuar no una, sino dos bibliotecas australianas; y, el verano pasado, un envío postal dio lugar a una intervención de emergencia en una oficina de correos de Baviera.

«Huele todavía peor de lo que dicen, a huevo podrido. Hay lugares, como Singapur, que incluso prohíben llevarlo en transporte público o en los ascensores. En cuanto lo abres, dan arcadas», resume el periodista bilbaíno Zigor Aldama, que ha vivido dos décadas en China. «En mi opinión, no merece la pena, porque sabe casi como huele». Zigor celebra que a su mujer, que es china, le guste tan poco como a él.

Hákarl: el tiburón fermentado

Los países nórdicos tienen una asombrosa variedad de preparaciones de pescado que suelen repugnar a los extranjeros. Un buen ejemplo es el hákarl, el tiburón fermentado y curado islandés: tradicionalmente se preparaba enterrándolo y colocando encima una roca, para que el peso fuese vaciando el pez de sus fluidos, pero ahora se utiliza plástico. Los nativos aseguran que el olor es mucho peor que el sabor y suelen recomendar a los turistas que se tapen la nariz para evitar las náuseas, pero el chef Anthony Bourdain dijo que el hákarl era «lo más desagradable» que se había llevado a la boca. El colmo sería organizar una degustación con otras especialidades como el lutefisk escandinavo (tratado con sosa cáustica) y el famoso surströmming sueco, unos arenques fermentados que, según un estudio japonés, son el alimento más pestilente del planeta.

«¿Merece la pena? Pues claro: cuando vas a un país, pruebas lo que te ofrecen. ¿Si está rico? No, es asqueroso y huele fatal, porque está tan fermentado que parece podrido, pero te lo sirven en taquitos muy pequeños y enseguida lo haces bajar con un orujo llamado Brennivin», explica el barcelonés Jordi Pujolà, que hace ocho años se mudó a Reikiavik y mantiene el blog Escritorislandia.com . «Los islandeses lo comen al menos una vez al año, en la fiesta del granjero o Thorrablot, y es un ritual que recomiendo».

San-nakji: tentáculos que se mueven

Le decimos Extremo Oriente por su ubicación, pero el adjetivo también puede tener otras implicaciones: por ejemplo, en aquella parte del mundo llevan su obsesión por la frescura del pescado a niveles que a veces nos resultan un poco excesivos. El san-nakji es una receta coreana que prácticamente consiste en llevar un pulpito de la pecera al plato: los tentáculos recién cortados todavía se mueven, en su aliño de aceite y semillas de sésamo, y hay que tener cuidado de no atragantarse con ellos. La organización animalista PETA lo considera «uno de los platos más viles y turbadoramente crueles que se han creado», pero forma parte de una cultura culinaria que también ha producido el ikizukuri japonés (un sashimi en el que al pez aún se le mueven las agallas) o el odori ebi (un sashimi de camarones vivos).

La trotamundos argentina Angie d'Errico lo probó, un poco engañada, en una de sus estancias en Corea. «Estaba tan preocupada en que no se me fuera una parte viva por la garganta que no le presté mucha atención al sabor. Por lo poco que recuerdo, sí, estaba rico. Mastiqué cinco minutos el primer minipedazo que puse en mi boca, para asegurarme, paranoica total, de que no hubiese peligro alguno, pero apenas me lo metí se me pegó en el labio y en el paladar y sufrí», ha relatado en su blog, Titin Round the World . Sí disfrutó, en cambio, de otras especialidades coreanas como los culos de pollo.

Fugu: el sashimi que puede matar

Nos quedamos en Japón para probar el mítico sashimi de pez globo, ese animalito con una toxina que puede matar al comensal. Su preparación en los restaurantes es objeto de una estricta regulación legal –el chef ha de tener una licencia especial–, así como la gestión de sus residuos, ya que tras la Segunda Guerra Mundial fallecieron algunos mendigos que habían recogido vísceras de la basura. Todos los años hay envenenamientos, pero ocurren en entornos domésticos, de pescadores que consumen sus capturas: en Filipinas, en cambio, este año han muerto tres personas por un pez globo que se sirvió en un puesto de comida.

«Con buenas prácticas, es un producto excelente. Su característica más destacable es la textura fina y tersa y la elegancia del sabor. A mí me gusta mucho aderezado con salsa ponzu, cebolleta y nabo rallado con guindilla», detalla Hideki Matsuhisa, chef del prestigioso restaurante barcelonés Koy Shunka, que incluso conoce el sabor del hígado, una de las partes más peligrosas, prohibidísima en la hostelería: «Es muy sabroso, intenso, un poco picante en la garganta, pero muy tóxico».

Balut: un huevo con sorpresa

¿A que nos espanta un poco la idea de cascar un huevo y encontrarnos dentro un pollito ya formado? Es como el 'kinder sorpresa' del mal rollo. Pues en eso consiste el balut, uno de los platos nacionales de Filipinas: son huevos de pato fertilizados e incubados hasta que les faltan unos diez días para eclosionar. Se sirven cocidos y, según sus fervientes partidarios, albergan en su interior un tesoro de texturas deliciosas (en particular, un líquido suculento) además de un cotizado poder afrodisiaco.

«Lo suyo es no pensar mucho. Se abre un poquito la punta, se echa un poco de sal y se sorbe el caldo. Después lo pelas, lo mojas en vinagre y ahí empieza la fiesta, porque te toca masticar. En mi opinión, es bastante desagradable, pero es cierto que sabe como a pollo cocido y no está malísimo. En un viaje a Filipinas lo vas a encontrar sí o sí, ya que se consumen de manera habitual y los llevan muchos vendedores ambulantes, los mambabalut», desarrolla la cordobesa Claudia Rodríguez, autora del blog Viajar por Filipinas .

Casu marzu: el queso con gusanos

Los turófobos, esas personas que no soportan la proximidad de un trozo de queso, pueden sufrir un colapso ante el casu marzu, la variedad de Cerdeña que se caracteriza por la presencia de larvas de mosca vivas. Las leyes italianas prohíben comercializar este famoso 'queso podrido', pero no fabricarlo, de manera que se mantiene la producción doméstica y también el orgullo ante una parte esencial de la identidad gastronómica de la isla. Al comerlo conviene proteger los ojos, porque las larvas tienen la fea costumbre de saltar, aunque algunos prefieren eliminar los gusanitos antes de llevarlo a la mesa. Ah, los médicos insisten en que puede dar lugar a complicaciones digestivas, pero eso no parece quitarles el apetito a los sardos.

El documentalista Ismael Alonso lo cató durante las fiestas de Ovodda, un pueblo del interior de Cerdeña. «Quise probarlo por la experiencia, pero no me paré a ver si había gusanos moviéndose, aunque los del pueblo me miraban como al típico guiri, haciendo bromas sobre el tema con gestos y risas. Me dieron un poco untado en pan carasau, típico también de la zona. Lo recuerdo de sabor intenso y algo picante, como el de algunos manchegos muy curados: estaba bueno si te gustan los quesos fuertes. El olor era fuerte, pero no diría que desagradable, y no noté nada especial en el estómago ni tuve ningún efecto secundario».

Carolina Reaper: fuego en la boca... y más allá

Este menú extremo quedaría cojo sin un buen toque de picante. El mapamundi culinario está repleto de platos que prenden fuego al tubo digestivo, pero aquí vamos a acudir a la auténtica deidad del picante: la Carolina Reaper es desde 2013 la guindilla más brutal, una barbaridad con un máximo de 2.2 millones de unidades Scoville (un jalapeño puede andar entre 3.500 y 4.000). Sus propios cultivadores dicen que «quienes no temen a la Carolina Reaper son tontos», pero en esto también hay gente voraz: en noviembre, un canadiense batió el récord mundial al zamparse tres en menos de diez segundos.

«Comerse un 'reaper' fresco es muy fuerte, y solo para los que están acostumbrados al picante extremo», avisa Carlos Carvajal, fundador de la firma granadina Salsas Sierra Nevada. «Es una sensación de caos, un fuego brutal en la lengua, la boca, la garganta y la cabeza. Sudor, retortijones abdominales, ¡dolor!», describe. Aunque también son «bombas de picante», es mucho más llevadero probarlo en los Cacahuetes del Infierno de su marca.

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