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CRISTINA LEAL
¿Lo amas o lo odias? Alimentos que 'dividen' al mundo

¿Lo amas o lo odias? Alimentos que 'dividen' al mundo

Hay

Sábado, 16 de enero 2021

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¿Hacemos una encuesta rápida? Preguntemos a quienes tenemos cerca si les gusta el cilantro. Hay dos respuestas posibles: A. Qué asco. B. Me encanta. Ni siquiera vamos a incluir una opción C que contemple una postura intermedia. ¿Por qué? Porque, salvo rarísimas excepciones, nadie la escogería: el cilantro es el rey de un club de alimentos que polarizan extraordinariamente a la población y que suscitan apasionadas reacciones a favor o en contra. En él también figuran el ajo, las coles de Bruselas, los quesos muy fuertes, el pescado azul, el jengibre, el laurel, el anís, las espinacas, las alcachofas, el pepino o la escarola. Son amados u odiados a partes iguales.

Aunque el gusto es algo que se puede educar –las primeras veces que probamos café, cerveza u ostras, pueden asquearnos, para después parecernos una delicia–, hay razones científicas que explican por qué algunos alimentos o especias nos provocan un rechazo profundo, insuperable. Por un lado existe una explicación evolutiva: ciertos sabores y olores nos hacen recelar inconscientemente de algunos alimentos porque los asociamos a un peligro. Por eso no nos gustan.

Así ha logrado sobrevivir el ser humano: evitando comida que olía raro y que podía estar podrida y rechazando sabores –generalmente amargos– porque podían indicar que algo era venenoso. Aquellos de nuestros ancestros que fueron cautos y rechazaron ingerir estas cosas sobrevivieron –así es la selección natural–, es decir, lograron perpetuar sus genes. Y nosotros somos sus herederos, así que en nuestro ADN queda esa huella, que influye en que odiemos a muerte algunas comidas.

Así lo afirma el biólogo molecular y genetista Julio Rodríguez, aunque matiza que, si bien nuestros genes nos 'marcan' en algunos casos para rechazar o adorar un alimento, «en genética casi nada es tan determinista, muy pocas cosas son blanco o negro, lo que se puede es establecer una predisposición... ¡Casi nunca es todo genética! El factor cultural es importante».

Azúcares: unanimidad por razones de superviviencia

Lo mismo que hay sabores donde los gustos están ferozmente divididos, otros concitan un amplio consenso. Es el caso de los azúcares. El hombre primitivo buscaba alimentos ricos en calorías para sobrevivir, de ahí que las cosas dulces fuesen apreciadas y percibidas como buenas. «Y nosotros portamos esos genes de los supervivientes que comían azúcares», explica Julio Rodríguez. No se trata de ser goloso, porque hoy en día los azúcares están presentes en precocinados y todo tipo de alimentos y son adictivos.

Una argumentación que comparte Toni Massanés, director general de la Fundación Alícia, un laboratorio de investigación alimentaria y culinaria de referencia en Europa, quien cree que cultura, biología y genética se dan la mano a la hora de explicar filias y fobias alimentarias. «El sabor en realidad no existe, lo percibimos emocionalmente porque analizamos cómo de bien nos va a sentar», afirma. Si en nuestra cultura es habitual un alimento, lo percibimos como bueno (ha pasado los 'controles de seguridad') durante siglos. Y pone un ejemplo: «Los asiáticos que no suelen tomar lácteos toleran los quesos frescos y las mozzarellas, pero no les ven la gracia a los quesos curados: culturalmente les resultan muy extraños, y eso que ellos tienen una larga tradición de alimentos fermentados, como el kimchi, que también tienen un sabor muy fuerte». Sienten repulsión ante un queso azul pero les vuelven locos las verduras fermentadas del kimchi, aunque ambas cosas tienen un aroma fortísimo (en una batalla de olores intensos, podrían quedar en tablas). Y a los occidentales nos suele ocurrir justo al revés. «Esto es por el factor cultural», sentencia Massanés. ¿Sólo por eso? Bueno, y porque genéticamente los asiáticos son más propensos a la intolerancia a la lactosa, según diversos estudios genéticos.

Es decir, en esto de los gustos por la comida, lo cultural, lo biológico y lo genético se entrelazan. Y es difícil discernir fronteras. He aquí cinco ejemplos de alimentos sobre los que existe una división de opiniones radical.

Los genes hablan
Cilantro

Los genes hablan

El mundo se divide entre quienes adoran su sabor y quienes no lo soportan. Debido a esta acusada dicotomía, científicos de la Universidad de Cornell (Nueva York) empezaron a sospechar que quizás había alguna cuestión genética detrás. Entonces, escogieron a hermanos gemelos monocigóticos, que comparten el 100% o el 99,9 % del ADN, y comprobaron que ambos tenían la misma opinión respecto al cilantro, cosa que no pasaba entre hermanos, donde existe más variabilidad genética. «Así, dieron con el gen de un receptor olfatorio, el OR6A2. Estos receptores son estructuras moleculares responsables de captar los compuestos químicos de los alimentos y transformarlos en señales bioquímicas que son interpretables por nuestro cerebro como sabores y olores. En concreto, el OR6A2 es un receptor de aldehídos, y parece que una variante genética encontrada en dicho gen es la que provoca que el cilantro sea percibido por los portadores de dicha variante como un sabor jabonoso insoportable», explica el biólogo molecular Julio Rodríguez, a quien, por cierto, no le gusta el cilantro, que es más tolerado en Asia y América que en Europa. «El estudio detectó que aquí era más común la variante genética que lleva a odiarlo», añade..

Ese olor sulfuroso...
Coles de Bruselas

Ese olor sulfuroso...

En España, al menos, es el horror de los comedores escolares... y también de muchos adultos que nunca llegan a superar esa repulsión forjada en los primeros años de su vida. «Sin embargo, en Gran Bretaña se pasan el día comiéndolas. Y son muy sanas, como el resto de las verduras crucíferas», subraya el investigador alimentario Toni Massanés. En este caso, el intenso sabor acre o amargo tiene la 'culpa', pero, sobre todo, su «olor azufrado, más potente cuando se hierven», apunta Massanés. Aunque sólo hay cinco sabores –ácido, amargo, dulce, salado y umami (asimilable a las proteínas)–, «existen miles de moléculas aromáticas distintas» que nos mandan al cerebro mensajes 'subliminales' (o no tanto). Pues bien, el olor a azufre ('a pedo', que dicen los niños) pone en fuga a muchos. Quienes las adoran, sin embargo, son casos claros «de que la cultura ha vencido la prevención natural contra los alimentos que huelen mal», según Julio Rodríguez.

El primer 'antibiótico' de la Historia
Ajo

El primer 'antibiótico' de la Historia

Remontémonos a la época de las cavernas. Nuestros ancestros cazan y descubren que quienes comen la carne con ajo enferman menos que los demás. Y eso que ni su sabor ni su olor son 'fáciles'. «Tiene una potente acción antimicrobiana, fue uno de los primeros 'antibióticos'», explica Rodríguez. Entonces empezaron a verlo como un alimento bueno y a desarrollar el gusto por él, hasta nuestros días. Ahí está, en nuestros genes. Aunque, claro, esto no funciona en todos los individuos (quizá no tengan justamente esa predisposición genética o culturalmente haya sido modificada).«Lo cierto es que, si sabemos o intuimos que un alimento o una especia nos benefician, tienden a gustarnos», afirma Massanés. Es decir, el cerebro se automanipula para ello y elimina barreras instintivas (mal olor o sabor). Un ejemplo de los tiempos 'modernos': los alimentos probióticos y los fermentados. Igual ni saben ni huelen bien, pero los percibimos como agradables y los tomamos.

Cuando lo 'podrido' desconcierta
Quesos fuertes

Cuando lo 'podrido' desconcierta

En nuestro entorno cultural, hay un alimento que vuelve locos a muchos: el queso. Pero también existen personas a las que les asquea y que llegan a padecer turofobia: no pueden verlo ni olerlo porque les produce un intenso malestar, sobre todo las variedades más fuertes o curadas, cuyo olor es más intenso. Ese aroma lo producen moléculas como el ácido isovalérico (el típico olor a pies) o el ácido butírico (parecido al sudor). El rechazo a estos hedores es instintivo: nos ayuda a evitar una posible intoxicación, de ahí que los que odian el queso estén actuando marcados por códigos evolutivos muy evidentes, aunque algunas corrientes psicológicas vinculan este tipo de fobias alimentarias a malas experiencias durante la infancia. ¿Y qué hay de aquellos a los que les encanta? Han 'desconectado' la alarma porque la razón (saber que no es un peligro) se ha impuesto. Y la educación alimentaria y el contexto cultural les han ayudado. «Puede que haya un rechazo inicial, pero es un ejemplo de 'paso del olor y me lo como igual'», indica Rodríguez.

Mínima concentración, máximo odio
Laurel

Mínima concentración, máximo odio

Hay quienes añaden hojas de laurel a todos los guisos y quienes no lo soportan y son capaces de detectar su sabor en un plato aunque sea sutilísimo y pase desapercibido para todo el mundo. «Es un caso muy llamativo el del laurel. Constituye un mecanismo de defensa: lo que me gusta no lo noto, pero lo que no, no me pasa desapercibido», señala Toni Massanés. ¡Cuántas veces quien cocina echa laurel de incógnito en la cazuela, a sabiendas de que a algún comensal no le gusta, y acaba pillado de inmediato! El laurel, evolutivamente, puede gustarnos porque tiene virtudes terapéuticas (antiinflamatorias, estomacales), pero también podemos odiarlo, desde este mismo punto de vista, porque ingerido en grandes cantidades es tóxico. Así que depende de las predisposición que nos haya 'tocado'. «Hay muchos casos donde existe una predisposición genética a la hora de determinar el gusto: cítricos, dulces, la quinina, el etanol...», repasa el biólogo molecular.

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