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Voces desde el encierro con el agresor

Voces desde el encierro con el agresor

Las víctimas denuncian, en mensajes de texto y voz, que durante el confinamiento su maltratador raciona su comida, se encierra con los niños, las persigue por la casa: «En cualquier momento explota y lo peor es que no hay adónde ir».

Doménico Chiappe

Jueves, 1 de enero 1970

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Los metros cuadrados de una casa pueden convertirse en un puño cerrado. Una mujer comenta en un mensaje de texto escrito con rapidez que su agresor, con el que vive, la persigue en silencio por toda la casa, la mira fijo, no dice ni una palabra, ni lanza ningún golpe. Pero la sigue, la atemoriza. No hay un resquicio donde protegerse. El confinamiento ha alargado las horas de sometimiento hasta llegar a las 24 del día. La tensión es insoportable, dice la mujer, cuya identidad se mantiene en reserva como todos los de este reportaje. «En cualquier momento explota y lo peor es que no hay adónde ir». «No tengo ni un lugar para estar a solas».

No son sólo los asesinatos machistas. El maltrato asume, durante el estado de alarma, las peores formas de crueldad psicológica. En la primera semana de aislamiento, la Guardia civil efectuó 5.000 actuaciones para frenar la violencia de género, según cifras de este cuerpo de seguridad, que incluyen asistencias telefónicas e intervenciones específicas. «El encierro constituye una situación límite de extremo riesgo vital de las mujeres», advierte Antonia Ávalos, directora de Mujeres Supervivientes, una organización que apoya a las mujeres maltratadas. «El poder total y absoluto que brinda el encierro, protege a los maltratadores de la mirada social, legal, familiar. Al no tener quién sancione sus actos y abusos en la intimidad del hogar, uno de los lugares más peligrosos para las mujeres y las niñas».

El aislamiento condena a las mujeres amenazadas. Al maltrato y al miedo. «Mi situación es horrible», describe una de estas mujeres aisladas con su verdugo. «Su maltrato es psicológico, pero muy duro», asegura uno de estos mensajes que también han sido editados para preservar su anonimato. Otra mujer describe situaciones como el reforzamiento de la detención, al quitarle la llave, e impedirle salir ni siquiera a tirar la basura o hacer las compras. «Él ha ido al súper. Ha comprado cosas para él y otras para mí. Las mías las ha separado en la nevera», cuenta. «Él entra y sale cuando quiere».

La amenaza no pocas veces se convierte en acción. En las primeras horas de la segunda semana de cuarentena general, las distintas fuerzas del Estado detuvieron a un hombre de 30 años en Alcantarilla, Murcia, que agredía a la mujer con la que convivía; rescataron a una joven en la calle, que había huido cuando su pareja la intentó ahorcar después de quitarle el móvil y golpearla en Valencia, y en Avilés también auxiliaron a una mujer que escapó después que le rompieran el pómulo, mientras cerca de allí otro hombre quebrantaba una orden de alejamiento.

«La violencia a la que nos somete este tipo es terrible», escribe otra a una superviviente que le sirve de apoyo. Los mensajes suelen ser cortos, como enviados a escondidas. Un secreto. «A ver si encuentro la manera de llamarte. Si puedo meterme en alguna parte que él no escuche». Transcurre el día, y la posibilidad de hablar con alguien y drenar un poco la presión y el terror se desinfla: «Ha cambiado de idea y no se ha ido», afirma una. Al cabo de varios minutos ratifica: «No vamos a poder hablar». Y una palabra: complicado. «Por aquí puedo comunicarme, pero hablar es imposible».

Dominio total

El maltratador es una presencia permanente. «Siempre está, no sale nunca». Intempestiva. «Cuando pienso que por fin tenemos un día tranquilo, entonces vuelve a pasar. Cuando menos me lo espero, él vuelve a lo mismo». E insistente. «Esto se pone peor, a pesar de que estoy encerrada en mi habitación. Pero es que él no para». «En el confinamiento forzoso se dan las condiciones ideales para que los hombres que se sienten los dueños y amos de la vida de las mujeres en reclusión ejerzan su dominio y control sobre sus cuerpos y movimientos», dice Ávalos. «Son tiempos de emergencia, solidaridad y afectos, pero también de terror y angustia para las mujeres víctimas de violencia machista».

Las denuncias continúan: «Se encierra con los niños y no me deja entrar» o «raciona lo que como». «Hay imposiciones sexuales también», asegura una persona que trabaja en una asociación de supervivientes y cuyo nombre se mantiene en reserva por seguridad. «Ellas evitan los conflictos, actúan con más sumisión. Sobre todo cuando están los hijos. Y ahora los hijos no salen al colegio, ni a sus actividades, ni con sus amigos. Están siempre allí».

Dos generaciones

En ocasiones el maltrato se extiende como una mancha de aceite en el suelo de la casa. El hombre pasa de la madre a la hija, que sin embargo goza de algo más de libertad de movimientos que su progenitora. Entonces, esa chica contacta con su red de apoyo, por mensajes de voz o escritos. Pide ayuda, la situación se escapa de las manos. «De buenas a primeras paga las cosas conmigo». Entre líneas se lee el correteo de un gato al ratón. «Intenta buscar espacios solos, entra a tu cuarto». Otra palabra que se repite: fortaleza. Cuando madre e hija intentan hablar, el padre «grita», exige que se callen, que se vaya una de ellas «a otra parte».

Por medio de estos mensajes cifrados, algunas anuncian una determinación, que dura al menos en ese instante. «Me voy en cuanto pueda». Otras lo descartan. «Necesito medicación, tengo mis necesidades, mi salud se debilita y tendría que buscar trabajo. No queda otra que seguir con él. Pensar en otra cosa y tener para comprar los medicamentos».

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