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La ciudad burbuja

La ciudad burbuja

Las mañanas de los viernes suelen mimetizar el paso apresurado de los que se beben el día pensando en la inminencia del fin de semana y el andar truculento de aquellos que se adelantaron –por lo del beber– en lo que algún fiestero bautizó como juernes. Rutinas continuas interrumpidas por ese aleteo de mariposa llamado coronavirus.

Jueves, 16 de julio 2020, 10:09

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Por momentos este viernes anómalo en el que llegó la emergencia se vivió con absoluta normalidad en esta ciudad burbuja que es Las Palmas de Gran Canaria. Tan grande y diversa, tan hija del cosmopolitismo, que permite que se vivan mil realidades distintas dentro sus 100,55 kilómetros cuadrados de extensión.

Así lo comprobé desde mi ventana. El observatorio de mis tendencias, allí donde cada mañana despego mis legañas para decidir si debo descolgar la harrington de la percha o salir en mangas de camisa. Esta vez lo hice por encargo, tenía que comprobar por mí mismo como latía el pulso de la ciudad de la que escribo a diario.

Y mi primera impresión es que no pasaba nada. Vivo en un edificio con un supermercado incrustado en su vetusta estructura. Sus estanterías se han mantenido repletas en todo momento. Y la cola para pagar no ha sido más larga que los domingos, días en los que sus estoicas trabajadoras soportan también el peso de ser el único comercio disponible en toda la zona.

En el estanco de enfrente se siguen despachando loterías a marchamartillo. Y las dos cafeterías que cercan el inmueble no logran que las cafeteras se templen cortado tras cortado.

La realidad llega desde el móvil. Es el WhatsAap el que amplía el frente. Mientras se recalienta en la tostadora un cruasán con dos días de vida y el café busca cómo escapar de la cafetera italiana y uno va de grupo a grupo.

El impacto de los vídeos. Los pantallazos de Twitter. Desde Escaleritas cuentan cómo los parques están precintados, pero las madres sacan a sus hijos y les dejan jugar en los paterres donde perros, gatos y algún que otro bípedo trastornado han dejado secuelas de su tránsito. Los chats de profesores arden.

Y uno sale a la calle y nota que el pulso ha bajado. No en Triana o General Bravo, donde la vida parece marchar al ritmo de cualquier otra mañana. Sí a la hora de enfrentarse al infernal tráfico de cada viernes, extinguido por todos esos niños a los que han dejado sin escuelas y, en algunos casos, confinados redescubriendo el mágico mundo de los juegos de mesa.

También se percibe en las conversaciones. En los taxistas que no esconden su preocupación pero que siguen poblando las paradas centrales de la ciudad. En ese misterio de los supermercados. Sin comprender muy bien por qué unos se llenan de gente y otros no.

Hay barrios enteros de la ciudad donde la rutina no se detiene. Donde el teletrabajo no llega y el sustento solo se consigue sudando. Lugares donde los abuelos hacen el enésimo esfuerzo. Barrios en los que la vida parece detenerse en las mismas rutinas de cada día hasta que se cruza la puerta de los centros de salud y se ve el reboso, como en la zona del Hospital Insular.

Con los centros de salud sucede como con los supermercados, uno no sabe muy bien cómo interpretar sus llenos y vacíos. Caso este último, por ejemplo, del de Cuevas Torres, donde algún usuario llegó asustado y acabó sorprendido al ver como había menos gente de lo normal.

Historias de una ciudad inabarcable. Extraordinaria. A la que le sucede como a los genios, siempre hay un toque de locura.

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