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Cobrar por el sexo nunca fue tan difícil

Cobrar por el sexo nunca fue tan difícil

Más webcam. El coronavirus ha borrado de las calles y recluido en pisos y clubes con la persiana echada a miles de prostitutas. Están ahogadas de deudas tras dos meses en blanco y obligadas a reinventarse para comer.

SERGIO GARCÍA

Jueves, 1 de enero 1970

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Evelyn es colombiana, tiene 45 años y su vida se ha convertido en un ir y venir entre casas de amigas desde que el club donde ejercía la prostitución echó la persiana y la dejó «en la puta calle». Ocurrió, como tantas otras cosas, hace dos meses. «Aquí no hay ERTE que valga, mi amor. Tampoco contratos ni nóminas. No estamos catalogadas como trabajadoras, ni hay un marco legal que nos permita reclamar nuestros derechos. Si reconocieran lo que hacemos como una actividad laboral en lugar de recluirnos en clubes que nos cobran 2.100 euros al mes por trabajar y dedicáramos ese dinero a pagar una Seguridad Social que nos diera derecho a cobrar el paro o a una baja por maternidad, otro gallo cantaría. Nuestros gobernantes no han acabado con la esclavitud, sencillamente la han perfeccionado».

Evelyn lleva semanas en la cuerda floja. Ella, que venía de tener «tres clientes al día», sólo ha estado en todo este tiempo, dice, con uno. Eso no le impide detallar el largo ritual que precede a estos encuentros desde que estallara la pandemia, que recuerda más al protocolo de seguridad de un hospital que a un burdel. Tomar la temperatura a los clientes, duchas integrales, desinfección del mobiliario, los zapatos en una bolsa, se esteriliza la ropa con una solución de alcohol, desde la cazadora a los pantalones... «Así están las cosas. O nos morimos de hambre o te arriesgas a contraer el virus».

Evelyn ejerce en los clubes, pero la situación no es mejor en las pisos ni en la calle. Fabiola -peruana, 48 años- se ganaba la vida en los alrededores del Camp Nou, territorio mayoritariamente trans, donde acostumbraban a ejercer medio centenar de compañeras. «Una vida dura» que ella conoce desde los 20 años, mucho antes de emigrar. «No salgo de casa. Primero por las multas, pero también porque me da miedo la situación sanitaria. Comprenderás que aquí no se trabaja con mascarilla, ni se guardan los dos metros de distancia. Con tanto asintomático por ahí, esto es una lotería». Fabiola lleva dos meses sin trabajar, y eso que «la gente está volviendo a salir, hay días que esto parece agosto».

Fabiola ocupa uno de los escalones más bajos entre los trabajadores del sexo. «Había veces que me sacaba 50 euros, otros cien, otros nada...» Lleva dos meses en blanco. Acude cada día al comedor social de Collblanc, en Hospitalet, y al casero -paga 600 euros de alquiler- le ha pedido «que tenga un poco de paciencia, que en cuanto esto pase se lo devuelvo». No descarta que acabe yendo a juicio. Lleva encadenando una racha nefasta. La inestabilidad política en las calles, la suspensión del congreso Mobile, la marcha de empresarios, citas futbolísticas que se evaporan del calendario... «menos mal que dejé las drogas hace años, no me faltaba más que eso ahora».

A 615 kilómetros de distancia, en Madrid, Lucía trata de ponerle al mal tiempo buena cara. Y la suya es preciosa. 35 años, menudita, 1,70 metros de estatura, estudios de Filología Hispánica... 200 euros la cita, 2.000 por una noche entera. Lucía es escort, prostituta de lujo. «La gente es muy reticente a salir, menos aún en ciudades que han tardado en dejar atrás la fase 0». Lucía trabajaba por cuenta propia y acostumbraba a recibir a sus citas en casa, «20 ó 25 al mes. Había veces que sólo dos por semana, y otras cuatro o cinco, según me conviniera. Soy muy selectiva». Se levantaba al mes unos 4.000 euros. El escenario ha dado un giro copernicano y sale adelante «haciendo cositas ‘online’ y alguna foto. 400 euros con suerte». Imposible pagar el alquiler, las facturas... y eso que soy una privilegiada. Al menos yo puedo recurrir a mis amigas y a una familia que tiene un huerto maravilloso».

«Somos trabajadoras»

La crisis del coronavirus se ha cebado con un colectivo vulnerable como pocos y que vive en el mayor de los limbos. Ni siquiera se sabe con certeza cuántas personas se dedican a ello, aunque algunas de las fuentes consultadas para el reportaje calculan que rondarán las 100.000. Igual que periodistas titulados. Lo cierto es que antes del Covid, España era el país de Europa donde había más demanda de sexo de pago, y el tercero del mundo detrás de Costa Rica y Tailandia. Incluso la ONU nos dio un tirón de orejas el año pasado, cuando afirmó que el 40% de la población masculina había tenido una experiencia de este tipo. El volumen de negocio es colosal, las últimas cifras hablan del 0,35% del PIB, unos 3.500 millones de euros al año.

Concha Borrell dirige OTRAS, sindicato de trabajadoras sexuales de España, una denominación que abarca desde prostitutas y mujeres que hacen porno hasta bailarinas exóticas o masajistas eróticas. Jura y perjura que durante el confinamiento no se está ejerciendo la prostitución. «Hay miedo a enfermar, porque muchas son inmigrantes y están solas, sin redes de apoyo ni amigos. Compartiendo habitación, no digo ya piso». La organización, no reconocida como tal, está impartiendo cursos de teletrabajo para que las chicas no tengan citas presenciales y puedan hacer sus pinitos con el ordenador o el móvil.

Borrell arremete contra el Gobierno al que acusa de condenar a la marginalidad a este colectivo, incurriendo en contradicciones como la de permitir el derecho de asociación a los dueños de clubes de alterne y no a ellas. «Danos derechos laborales, poder tener un contrato, cotizar para nuestras jubilaciones, que el día de mañana estas personas van a tener que vivir de un bono social y eso es lo último que queremos». Para las inmigrantes es incluso peor. Al no estar reconocida la suya como una actividad laboral, la renovación de permisos de residencia y trabajo es una batalla donde a menudo tienen todas las de perder. El escenario actual no invita al optimismo. «Atentos, porque va a ocurrir lo mismo que tras la crisis de 2008, un repunte de españolas prostituyéndose porque se han quedado sin nada».

Muchas prostitutas, expuestas a sanciones por ejercer en la vía pública, no abren cuentas corrientes por miedo a que las embarguen. Los abusos se suman a la larga lista de agravios. «En plena crisis del Covid, un puticlub de La Junquera se acogió a un ERTE del que salieron beneficiados sesenta y tantos hombres, mientras las prostitutas, casi un centenar, eran arrojadas a la calle sin contemplaciones. Son unos sinvergüenzas».

OTRAS intenta paliar esta situación. Reparte comida entre sus asociadas, ha puesto en marcha campañas de recogida de fondos para asistir a mujeres que están en situación límite, «llevamos repartidos 100 euros a más de 120 mujeres de toda España»... También ha conseguido que muchos clubes hayan reducido sus tarifas a las prostitutas que continúan allí alojadas hasta que escampe la tormenta. 30 euros al día por alojamiento y comida, cuando antes esa cantidad ascendía a 70, 90 ó 120.

«Un policía en cada balcón»

No por ello su situación deja de ser desesperada. Lo explica María José Barrera, sevillana, dieciséis años al pie del cañón. «Imagínate, dos meses y medio sin poder trabajar a razón de 30 euros diarios arrojan una deuda de 2.250. ¿Quién puede hacer frente a eso?». Barrera une su voz a la de Borrell. «Las compañeras nos llaman pidiendo auxilio. No tienen para pagar el alquiler o ducharse con agua caliente. La única manera de ir tirando es con la webcam. Cada una se arregla como puede, pero es muy difícil cuando hay un policía en cada balcón». Barrera dice que hay mucha hipocresía. «¿Dónde están ahora los servicios sociales, toda esa industria del rescate que recibe subvenciones en nuestro nombre? Las chicas se están muriendo de hambre, señores».

Con semejante horizonte hay situaciones para todos los gustos. «En Murcia -detalla Barrera- hay compañeras que se han ido a vivir con sus clientes después de que el dueño del club haya desaparecido. Eso no quiere decir que estén follando gratis. Aunque haya quien no lo crea, nosotras también somos personas, tenemos nuestras amistades y gente que de corazón nos está acogiendo».

120 euros es lo que, camuflado como alquiler, algunos clubes de alterne llegan a cobrar a diario a estas mujeres por el derecho a trabajar. Algunas siguen viviendo allí y acumulan importantes deudas.

En Murcia, precisamente, la labor asistencial a este colectivo recae en CATS, el Comité de Apoyo a las Trabajadoras del Sexo, declarado de Utilidad Pública y que el año pasado contactó con 2.135 personas. «El Covid ha vuelto más insegura y clandestina la prostitución, y dejado a quienes la ejercen en situación más vulnerable». ¿Cómo se sobrevive a este escenario? «Buena pregunta -dice Nacho Pardo, su coordinador-. Las que han sido previsoras y guardan algo en el calcetín pues tiran para adelante. La alternativa más habitual para quienes han podido seguir trabajando es el sexo ‘online’, auténtica tabla de salvación para un sector estigmatizado ahora más que nunca». El resto, la mayoría, vive de la caridad, cuando no arrumbada en un cajero por falta de recursos.

«El consumo de porno se ha disparado con el confinamiento»

Águeda López Suárez, profesora de Sociología de la Universidad de Vigo, advierte que, al contrario de lo que pueda parecer, el Covid no ha hecho desaparecer la prostitución, «sino que le está obligando a buscar otras estrategias para ofertar servicios, porque demanda existe». La también autora del libro ‘El putero español’ alerta de que el consumo de pornografía se ha disparado con la cuarentena. «Pornhub dio acceso gratis los primeros días del confinamiento a su página web y hubo medios que lo publicitaron como si aquello fuera Amazon».

A su juicio, el confinamiento ha puesto a las prostitutas en «una situación más vulnerable que nunca, con pocas o ninguna posibilidades de negociar». La renta vital mínima puede ser un primer paso para sacar a estas mujeres de su situación. «Lo ideal sería que el Gobierno hiciera lo que está haciendo Francia, habilitar una importante partida de dinero para crear alternativas laborales a las que quieran dejar atrás esta práctica», dice.

Gómez Suárez no comparte la visión de Concha Borrell sobre el reconocimiento de la prostitución como paso para mejorar la situación del colectivo. «Apoyarse en las condiciones que soportan estas mujeres -lo son la mayoría- para exigir su legalización es una falacia, es como si regulases la esclavitud. Si son sujetos sin derechos es porque así lo quieren los proxenetas, no nos engañemos. Los dueños de clubes podrían darles de alta como camareras, otra cosa es que no quieran porque así se quedan con la mitad de lo que obtienen estas personas y aumentan sus márgenes. No es la lógica del mercado lo que debe imperar aquí, sino la de los derechos humanos».

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