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Lecciones vividas, lecciones de vida

Lecciones vividas, lecciones de vida

Experimentar cómo se vivía hace 40 años cuando sólo tienes siete enseña, educa, abre la mente y ayuda a valorar el esfuerzo de quienes no disfrutaron de muchas comodidades a las que hoy nadie parece dar importancia.

Jueves, 1 de enero 1970

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Blanca e. oliver / TELDE

Con un palo como este, los aborígenes mataban a los mamuts», aseguraba el chiquillo, mientras golpeaba el terruño con una rama y una osada valentía, ante uno compañero que le miraba con la boca a medio abrir y los ojos abiertos del todo.

«¡Chacho! Tú ten cuidado, que si te caes, te partes el culo», gritaba una niña al amigo que se había lanzado a correr por el sembrado.

Con arrojo y sin precaución, como se suele actuar cuando se tienen 6 o 7 años, los alumnos de 1º y 2º curso del Colegio Padre Collado de Lomo Magullo casi corrían hacia la acequia donde les esperaban escenas y experiencias de tiempos pasados.

Allí encontraron a Ana, María Jesús, Mari Carmen, Pimpina, otra Ana, Josefa y Pino, con las camisas remangadas hasta los codos, los delantales mojados y afanadas en dejar la colada como una patena a fuerza de frotar puños con el jabón Lagarto, «el de la pastilla gorda de toda la vida».

Los niños no sabían dónde posar la mirada, mientras Ana les decía que «con este jabón, nosotras nos lavábamos hasta el pelo».

«¿Y ese jabón no es veneno para las plantas», preguntó Néstor. «¡Qué va! El mejor fertilizante es el agua con jabón Lagarto», contestó Ana.

La lavandera les contó que, hace muchos años, no había agua en las casas y la ropa e incluso las personas se lavaban en las acequias. «La primera que llegaba, se ponía al lado de donde sale el chorro y el resto se iba colocando detrás. Había lavaderos para compartir y algunos tenían uno propio».

Los niños atendían, pero lo que querían era probar y mojarse... y vaya si lo hicieron. Alguno estuvo a punto de pelarse la muñeca de pura ansia por blanquear la prenda que le encomendaron.

Tal era el entusiasmo que a Gerónimo, el cequiero, le costó hacerse oír cuando apareció, rastrillo en ristre, gritando a voz en cuello: «¡No echen lejía, que está la gente regando!».

Tan poco casi le hicieron que tuvo que repetir. Todos estaban tan enfrascados y tan felices que las profesoras tuvieron que emplearse a fondo para conseguir llevárselos de allí. Al final, entre protestas, lo consiguieron.

DESPERTar de hierro. En otro frente, los alumnos de 5º y 6º, con sus 11 y 12 años a la espalda, también se asombraron cuando la hija del molinero hizo sonar los «¡Dong! ¡Dong! ¡Dong!» del mecanismo de hierro que despertaba a quien se quedaba a dormir al lado de la máquina.

«El molino no podía dejar de funcionar y este sonido avisaba al que estaba de guardia de que el millo se iba a acabar», recordaba la dueña.

La Molinica soporta más de 200 años en sus mecanismos y fue uno de los molinos más productivos de la zona. Hoy sólo se abre para visitas especiales, como la de los niños.

«No había pesas, y se medía con cajas de madera. En aquella época, se molían hasta mil kilos diarios», continuaba contando la señora.

Los alumnos seguían atentos cada explicación y muchos salían convencidos de que el producto de antes era más natural que el que se come hoy. «Pero no trabajaría aquí», decían. «Es demasiado duro».

Y ese era uno de los objetivos de la actividad que organizó el centro para celebrar el Día de Canarias.

«Queremos que los niños conozcan los modos de vida de antaño y que valoren lo que hicieron sus antepasados. Que sepan que todo no era tan fácil como ahora y que lo que hoy se hace apretando un botón, antes costaba mucho trabajo, especialmente en el caso de las mujeres», comentó Antonio Sánchez, director del colegio. «Queremos que sepan que aquel esfuerzo fue esencial para que ellos puedan disfrutar hoy de lo que tienen».

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