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Hotel El Rayo

Hotel El Rayo

Escribo esta crónica desde la habitación 51 del Hotel El Rayo, situado frente al muelle de Santa Catalina. Anotaciones de un viajero en el tiempo por Eduardo Reguera

Eduardo Reguera / Las Palmas de Gran Canaria

Viernes, 17 de julio 2020, 00:17

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Llegué ayer de Las Palmas en el último tranvía, dormí como un lirón y bajé temprano a desayunar. En esta ocasión me he dejado un poblado mostacho, y el camarero ha tenido el detalle de servirme el té earl grey, mi preferido, en una taza con bigotera. Prometo afeitarme cuando vuelva. Aún no he deshecho la maleta. Lo que sí he hecho ha sido sacar la Underwood de su estuche y colocarla sobre el pequeño escritorio que hay junto a la ventana. Ahora, mientras golpeo las teclas, disfruto de una magnífica panorámica del parque Santa Catalina.

Estoy aquí cumpliendo un curioso encargo del periódico, que me ha pedido que me desplace en el tiempo y en el espacio para que cuente de primera mano cómo era el Gran Hotel El Rayo. Según el calendario que hay sobre la mesa hoy estamos a mediados de enero de 1912. El día ha amanecido lluvioso y el aire frío que entra por la ventana recorre la estancia para luego colarse bajo la puerta y desvanecerse en las entrañas del edificio.

Desde esta particular atalaya domino la bahía de Las Palmas, oigo las sirenas de los barcos, y si me asomo veo el trasiego casi imparable de mercancías y de pasajeros, la mayoría ingleses, que pasan entre la hueste de limpiabotas que esperan alineados en los márgenes de la calle ansiosos por dar lustre a sus zapatos. El muelle de Santa Catalina bien parece una prolongación del Canary Wharf, y Ripoche, una calle más de Londres. Hablando de todo un poco con el recepcionista, me ha dicho que hasta hace quince días estuvo en este hotel la sede del British Club, establecido en 1908 y presidido por Peter Swanston. Al parecer se han mudado a un caserón que hay cerca del Hotel Metropole.

Después de desayunar he estado leyendo la prensa en el hall y luego he dado un discreto paseo por el establecimiento y por los alrededores. El hotel no puede estar en un lugar mejor. Está bajo la dirección de Manuel Cabrera González, un caballero conocido en la ciudad por ayudar a los más desfavorecidos. El establecimiento dispone de 52 cómodas habitaciones elegantemente decoradas, un restaurante, varios comedores, un salón de billar y otro para fiestas. Para mayor comodidad del hospedaje, hay un espléndido salón de peluquería y una barbería con un amplio surtido de perfumes. Los cuartos de baño son excelentes, todos con agua caliente. El hotel dispone de sus propios limpiabotas, y me ha llamado la atención que cuenta con un bazar de calzado de lujo con un amplio surtido de complementos para caballeros traídos nada más y nada menos que de París. También hay un bar con toda clase de bebidas de las mejores marcas. En fin, una maravilla.

¿Que si lo recomiendo? Por supuesto, y no está nada mal de precio. Un día cuesta 7,50 pesetas. Más de tres, 6 pesetas el día. Y alojarse todo el mes es posible por 150 pesetas. Además, el tranvía pasa justo delante del edificio y hay un servicio cada cinco minutos que por 20 céntimos te lleva del Puerto a Las Palmas. Aprovecharé que estoy invitado y me quedaré unos días.

Acaban de tocar a la puerta. Un botones ha traído una cesta con fruta fresca y un sobre con el membrete del hotel. Contiene una nota del director. Me invita a tomar el té. Imagino que el recepcionista le ha chivado que soy del periódico y que me alojo en El Rayo porque voy a escribir sobre él. Estará preocupado por si escribo una mala crítica.

Terminaré la crónica y la enviaré por correo. Espero que llegue a tiempo para la edición de la mañana. Luego iré a dar un largo paseo por el muelle. Aún llueve, pero en la recepción están en todo y he visto que tienen paraguas de cortesía. El señor Cabrera no tiene nada que temer. El Rayo es un gran hotel.

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