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Eduardo Reguera
Jueves, 1 de enero 1970
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El disparo se realizaba desde las almenas situadas al poniente del castillo del Rey, en el Risco de San Francisco.
El cañonazo servía como referencia para los pocos relojes públicos que habían en la ciudad y que jamás marchaban igual. Entre ellos el muy venerable de nuestra Catedral, que carecía de credibilidad, pues era extendida la creencia de que sus manecillas eran manipuladas por el viento, al carecer su esfera de cristal protector.
La señal convenida para provocar el estampido provenía de la Comandancia de Marina, y consistía en el izado de la bandera. Todos los días, poco antes del mediodía, un artillero apostado tras los muros de la fortaleza observaba a golpe de catalejo como la bandera ascendía lentamente hasta lo alto de un mástil. En ese momento se accionaba el mecanismo y el cañonazo retumbaba en toda la vecindad marcando el punto meridiano del día. Entonces todo el mundo exclamaba “son las doce”, mientras se apresuraban a ajustar los relojes de bolsillo y los de pared guiándose por aquel eco lejano.
Nadie se cuestionaba si eran las doce y diez o las doce menos cuarto. Eran otros tiempos, y en aquella pequeña y apartada urbe de entonces no se vivía con prisas ni se daba tanta importancia a la puntualidad. El sobresalto ocasionado por aquella gruesa pieza de artillería rompía la monotonía y paralizaba la ciudad. Se cerraban las tiendas y consultas, las fábricas detenían su actividad, y todo el mundo se iba a almorzar. A pie, en guagua o en tranvía. Quienes se lo podían permitir tomaban un aperitivo en Triana, mientras que en las cocinas de las casas se destapaban las cazuelas dejando escapar el olor de la comida hacia la calle.
En definitiva, la vida en Las Palmas se regía por el inofensivo pero ruidoso cañón de las doce. Una monstruosa pieza de artillería que enmudeció hace casi noventa años, cuando se decidió que su cometido era ya pólvora mojada. Desde entonces, nada ha vuelto a ser lo mismo.
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