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Artenara desde la ventana de Paca Díaz

Artenara desde la ventana de Paca Díaz

La nonagenaria vecina del municipio observa como el pueblo vuelve poco a poco a la normalidad. La localidad cumbrera vuelve a estar en la ruta de moteros y curiosos y trata de dejar atrás la pesadilla de fuego que amenazó sus calles, con sus carreteras de acceso como oscuro recuerdo de unos días infernales.

David Ojeda y Artenara

Jueves, 1 de enero 1970

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En los pueblos la cotidianidad de sus rutinas es la garantía de la naturalidad de sus días. En Artenara esa señal se descodifica en los ojos de Paca Díaz y sus codos acomodados en el marco de su ventana, localizada en la plaza principal del pueblo, sobre La Casa del Correo. La nonagenaria vecina vuelve a presidir su palco particular en lo que días atrás fue un infierno en vida. Una hermosa postal de las cumbres amenazada por la ferocidad de unas llamas que calcinaron montes y bancales pero que apenas susurraron la zona urbana de un pueblo que recupera el pulso poco a poco.

Bajo la escrutadora mirada de Paca Díaz Artenara recobra el pulso. Los grupos de moteros descabalgaban de sus vehículos de poderosas cilindradas ante sus ojos para buscar la tregua embotellada en verde que los bares del casco dispensaban como otra muestra de naturalidad.

Eso sí, pasados los días y almacenado el miedo, el fuego seguía siendo el tema de conversación preferido. Los regentes de los bares siempre han sido mejores cronistas que aquellos que gozan de pompa en los ayuntamientos, y por lo tanto los que buscaban el relato de lo sucedido días atrás corrían hacia las barras y sus lugartenientes. «Estamos todos bien. Aunque se empieza a notar un poco la fatiga en el cuerpo, más de los nervios que de el cansancio», respondían en La Casa del Correo a los que preguntaban.

Por lo demás, el pueblo fluía. Sus supermercados abrieron sus puertas a pesar de ser festivo. Los mayores se congregaban en su oficioso tagoror a la sombra de los árboles recordando anécdotas de lo vivido y optando por que sus experiencias quedaran para siempre en el eco de los bancos de piedra.

Si el núcleo urbano continuaba brillando como espejo del sol en lo alto de Gran Canaria, sus carreteras de acceso anunciaban una oscura marcha fúnebre como las que anticipan el tañer de las campanas. El camino desde los Pinos de Gáldar hasta la frontera emocional del pueblo guarda un luto tan negro como el de los vestidos de las viudas. Perfumadas de esa intensa fragancia de las cenizas, las cuencas albergan pinos teñidos de negro y, por contra, apariciones milagrosas. Casas construidas en las laderas que a pesar de estar en la autopista de las llamas se mantienen intactas y orgullosas como recuerdo de la batalla que la isla libró en los últimos días.

Ese es el testimonio más duro que durante meses perdurará en los alrededores de Artenara, un pueblo en el que las llamas han calcinado la moral de los vecinos que hace un mes celebraban ser nombrados Patrimonio Mundial de la Unesco gracias al Yacimiento Arqueológico de Risco Caído.

Atrás quedan días de auténtico sufrimiento. Jornadas de verdadero terror en el que los vecinos se vieron rodeados por el fuego y, a su juicio, desamparados por las autoridades, a las que achacan tener un compromiso y y un apoyo logístico menor que el que sí tuvieron con otros municipios cercanos.

Artenara ha suspendido sus fiestas unos días, a pesar de las banderas de colores que sobrevuelan su casco. Mientras el escenario espera en silencio y entre sombras la vuelta de esa música que siempre evocará a José Antonio Ramos.

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