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Hace tres meses, Zouflamy llegó al muelle de La Restinga procedente de Senegal. Viajó en una barcaza junto a 48 familiares, amigos y vecinos. Hoy nueve de ellos conviven en el mismo centro. Marwan (ambos son nombres ficticios elegidos por estos jóvenes) es marroquí y lleva tres años en Gran Canaria. En este tiempo, ha aprendido a hablar perfectamente español, ha estudiado la ESO y quiere ser mecánico, aunque también ha recibido formación como camarero y jardinero.
Son dos de los menores migrantes no acompañados que se encuentran en un centro de la Fundación Quorum Social 77, y que, como casi todos los dispositivos disponibles en las islas, acogen a más chicos de su capacidad para hacer frente al repunte de llegadas que se ha producido este año.
En este caso, explica el director territorial de la entidad, Enrique Quintana, el número de plazas de la residencia es de 50, pero acogen a 70 -la mayoría senegaleses- y en torno a una veintena está pendiente de que se determine su edad, aunque puntualiza que se están agilizando.
Quorum acoge en toda Canarias a 2.000 menores en sus 26 recursos de emergencia. Son casi la mitad de los chicos que han llegado al archipiélago y son tutelados por el Gobierno de Canarias, una cifra que en estos momentos supera los 4.500.
Zouflamy y Marwan tienen 17 años y coinciden en que su objetivo al venir a España era «tener una vida mejor y ayudar a la familia». Sin embargo, como explica el jóvenes senegalés, la situación no es la que esperaba y se confiesa «decepcionado»: confiaba en encontrar trabajo en poco tiempo. Ahora su prioridad es estudiar y en el futuro trabajar de pintor.
Desde que decidió que quería salir de su país hasta que finalmente pudo hacerlo, pasaron cuatro años. En su caso, partió con miembros de su familia (adultos que ya están en la península) y conocidos, una situación que el educador senegalés Mor Guindo asegura que ni es nueva ni es poco infrecuente. El viaje, continúa el joven, transcurrió «sin ningún problema» y contaron con suficiente comida para una travesía que duró siete días.
Marwan en cambio pagó 1.500 euros por ocupar un sitio en una patera para un viaje que duró tres días. Y pasó de todo. Uno de los dos motores se rompió. A mitad de travesía se levantó temporal «con olas muy altas y entraba agua que había que achicar».
Cuando fueron rescatados, la barcaza se hundió, pero los 20 viajeros sobrevivieron. Relata que aunque estaba acostumbrado al mar porque ayudaba a su padre, no pudo comer nada ya que oleaje lo hacía vomitar.
A sus amigos les dicen que «no vale la pena» este viaje, es «muy duro» llegar, pero a la vez apuntan que «no soy nadie para decirles que no vengan». Insisten en que el trayecto es «muy difícil y estar aquí no es tan fácil».
Este centro, en el que llama la atención el silencio teniendo en cuenta que viven 70 personas jóvenes, cuenta con zonas de trabajo -el aprendizaje de español es fundamental- y de ocio. Se distribuyen en comisiones para realizar labores de limpieza, jardinería, etc. Cuentan con siete educadores por turno más un turno de refuerzo (35 en total) .
Quintana respalda las manifestaciones del Gobierno y otras ONG al señalar que el sistema está «desbordado». Les resulta difícil buscar nuevos recursos, sobre todo por la urgencia que precisan.
La opción, como en este caso, es tener más chicos que plazas en el centro. En estos casos, explica, se «sectorizan» para ofrecerles atención individualizada, necesidades básicas, formación e, «importantísimo», cumplir con el protocolo sanitario en coordinación con el Servicio Canario de Salud (SCS). «Desde el minuto uno» se es ofrece atención sanitaria porque después del viaje en patera llegan muy afectados por úlceras, quemaduras, infecciones en los ojos y en heridas, afecciones respiratorias, etc. Igualmente tienen un protocolo de atención psicológica, fundamentalmente de diagnóstico.
La organización es fundamental para que la convivencia funcione. Por las mañanas, muchos de ellos van a un centro educativo mientras los recién llegados deben recoger la habitación antes de desayunar y realizar tareas de limpieza y talleres -entre ellos el de español o habilidades sociales-.
La tarde la dedican a refuerzo escolar, deportes y salidas. Los fines de semana también tienen salidas -esta semana un grupo asistió a un partido del Granca-, excursiones, visitas culturales o taller de prevención de la violencia.
Dependiendo de la edad o la actividad, salen con monitores o solos pero, salvo excepciones, explica la directora, la hora de llegada es «mucho antes de las 11 de la noche».
Quintana reconoce que a los chicos les «preocupa» qué va a pasar cuando cumplan los 18 años. Los mayores de 17 reciben un taller obligatorio de preparación para la vida adulta. Lo habitual, señala, es que consigan permiso de residencia y trabajo. «Es difícil que un menor en acogida salga sin regularizar su situación».
Los menores de 16 están todos escolarizados, pero los mayores tienen más dificultades, sobre todo por el idioma si han llegado con más edad. Estos hacen sobre todo programas de formación prelaboral. El director de Quorun resume las dificultades de estos jóvenes para hacer frente a su vida adulta: «deben saber español, tener una titulación y estar regularizados. Es una carrera contra reloj».
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