Emigrar rumbo a lo desconocido
En medio del caos ·
Un hombre misterioso despertó a gritos a los futuros padres y los metió sin decir nada en una barcaza junto a otras 60 personasAwa y Marius están a punto de ser padres por primera vez. No estaba planeado que el bebé naciera tan lejos de casa, como tampoco lo ha estado nada de lo sucedido desde que la pareja decidiera partir de Costa de Marfil, en 2019, para huir de la muerte. En aquel año, previo a la pandemia, el tío de Marius le había lanzado un ultimátum: si no le cedía unos terrenos que acababa de heredar, irían definitivamente a por él. Incapaz de defenderse, cruzó Mali, Senegal y Mauritania hasta llegar al norte del continente y seis meses más tarde le siguió Awa. «Si me quedaba podrían haberme asesinado a mi o me arriesgaba a que me casaran forzosamente con otra persona», explica la joven de tan solo 23 años. De no ser por esa situación, nunca se hubieran planteado dejar su hogar.
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Ambos relatan su historia todavía desde un estado de incredulidad. En primer lugar, porque son conscientes de que no responden al perfil habitual del inmigrante que, en aras de labrarse una mejor vida en Europa, debe ahorrar una media de 1.500 euros para pagarse un hueco en una lancha neumática abarrotada y sin demasiadas posibilidades de sobrevivir. En segundo lugar, porque aseguran que todo su viaje ha sido una concatenación de hechos fortuitos: «Tenemos claro que dios existe. Si no, no estaríamos hoy aquí», expresan.
En Marruecos, Marius trataba de ganar algo de dinero yendo cada día a la costa, donde los marineros asignaban tareas de pesca a los primeros en llegar. Un trabajo demasiado duro para Awa -quien se dedicaba a lo que conseguía en el día- y al que su pareja no siempre llegaba a tiempo de alcanzar reparto. Un día, su casero los echó de casa sin motivo aparente y les dejó con lo puesto viviendo en la calle. Fueron momentos «muy duros», aseguran, porque el bebé ya se estaba gestando y no tenían un techo en el que guarecerse. Dormían compartiendo espacio con algunos paisanos del sur de África, quienes les ayudaban a sobrellevar su nueva situación hasta que, al poco tiempo, un hombre misterioso y de origen marroquí apareció por la misma zona.
«Pensaba que aquello iba a ser el final. No abrí los ojos en todo el trayecto por miedo a morir ahogada», relata Awa
Empezó a llevarles comida frecuentemente, siempre de noche, y al cabo de unas semanas les propuso una oferta de trabajo. No saben cuál fue el motivo de su compasión -la pobreza mata, entre otras cosas, la curiosidad- pero aceptaron la ayuda sin pensarlo. Se trataba de cuidar a un grupo de camellos en medio del desierto junto a un par de personas más, con los que convivirían en la misma casa durante meses. No había nada alrededor más que los animales y montañas de arena. Era aquel mismo hombre ataviado con turbante el que les traía una vez al día la comida.
Una noche les despertó sobresaltado y gritando que debían irse corriendo de allí. De nuevo, le siguieron en medio del caos hasta un furgón con el miedo de que algo malo pasara si se resistían. Lo siguiente que recuerdan es bajarse del vehículo y comenzar a correr perseguidos por policías con porras. Más que capturarlos, parecía que su intención era la de guiarlos violentamente hacia el lugar indicado. «No podías mirar atrás porque te pegaban -relatan-. Había mucho ruido: el del mar, los golpes, los gritos... Solo nos subimos a la barca porque vimos que sus ocupantes eran también sudafricanos, pero pensábamos que era el final».
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Awa no abrió los ojos en todo el trayecto que, afortunadamente, duró solo un día y medio. A ella, sin embargo, le pareció un año. Sentía miedo de caer al mar y morir ahogada y también unas náuseas agravadas por el malestar del embarazo. Sus compañeros, alrededor de 60 personas más, les ayudaron con las provisiones que sí tenían preparadas para el viaje y les explicaron a dónde iban.
El archipiélago, aunque en principio no estaba en su proyecto migratorio, no era territorio desconocido. Ya en Gran Canaria, después de haber sido atendidos por los auxiliares de Cruz Roja y los servicios sanitarios, se sintieron algo más tranquilos. «Desde el principio han sido súper gentiles y muy atentos», destacan. «He pasado las revisiones médicas y se han preocupado por nuestra salud y la del bebé todo el tiempo». Tal es su gratitud que bautizarán al pequeño Cristian, igual que uno de los auxiliares del centro donde están siendo alojados.
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Ya han pasado exactamente 32 días desde su llegada y aún no tienen una perspectiva clara de qué hacer. A su juicio, aquel hombre misterioso les hizo un regalo y deben aprovecharlo por el bien de su futura familia. Lo que tienen claro es que su ruta migratoria continuará -después del parto de Awa y regular sus papeles- hacia el continente, probablemente a Francia. Allí no tienen parientes, pero sí algunos conocidos que están dispuestos a echarles una mano. «No pueden acogernos ni nada, pero en cualquier caso es una ayuda», reconoce Marius. Así se lo ha asegurado su familia política, que se muestra curiosa por si los rumores de que existe otro modo de vivir son reales.
Volver no es una opción. «Nos hace ilusión criar a nuestro primer hijo, pero más aún alejado de ciertas tradiciones», afirman los futuros padres. Solo por eso, su odisea ha valido la pena.
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