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El hombre que pintaba los versos de Nicanor Parra

El hombre que pintaba los versos de Nicanor Parra

Regresa Jerónimo Maldonado. Y regresa con esta exposición homenaje a Antonio Padrón ahora que se cumplen los cincuenta años de la muerte del pintor de las santiguadoras. Regresa Jero a su casa. Al jardín donde guardan vela las gacelas de África.

Franck González / Las Palmas de Gran Canaria

Jueves, 1 de enero 1970

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Regresa nuestro hombre, pintando los versos de Nicanor Parra con los colores primeros. El azul de Oramas. El rojo de Felo. El amarillo de Ackermann. Los ojos de Jero.

Regresa Jero y presenta una pequeña selección de su trabajo último. Apenas 16 acrílicos sobre papel de 60 por 40, escogidos por Conchy Jiménez y quien escribe entre más de dos centenares realizados en los últimos meses. Porque nuestro hombre pinta cada mañana. Acodado en el balcón de su casa.

Alongado sobre una plazoleta que, ruidosa, se abre a un bar de fútbol televisado.

Jero se sienta, al sol de la mañana (si no sales, no pinto –le advierte al astro rey–) y escucha el canto enjaulado de su pájaro canario, Paparotti.

Enfrenta el block de papel Fedrigoni de 200 gramos, apoyado sobre el respaldo de otra silla que le sirve de caballete. Entre las piernas, un plato en frágil equilibrio en donde se funden los acrílicos. Amarillos. Un plato que sube y baja, que parece que va a caer sobre sus rodillas. Rojos. Que se revuelve y salpica. Azules. Luego, un preciso y estudiado movimiento de la mano sobre el papel. Suelta el pincel y se echa el primer Krüger de la mañana. Pintura esencial. Al lado, un vaso de agua. Silencio.

Regresa Maldonado, devolviéndonos los encuentros que pueblan su mundo. Personajes que deambulan entre una manigua de sombras amarillas. «A recorrer me dediqué esta tarde / las solitarias calles de mi aldea / acompañado por el buen crepúsculo / que es el único amigo que me queda» (Hay un día feliz, de Poemas y Antipoemas de Nicanor Parra, 1954).

Sabe Jero que la pintura –como la vida– es polvo de sendero, encuentro breve y larga pérdida. Tiempo de silencios. Espacio en el que se instaló hace ya muchos años –desde su primera individual Cercados del Silencio– para escuchar el canto del mirlo entre las sombras.

Trabajó Jero mucho el grabado, que aprendió en Cataluña, siendo casi un chiquillo. Preparó y tiró las planchas de Ackermann, su maestro. Y algo hay en estos papeles de la huella del grabador para el ojo atento que mire más allá de la superficie del color. Trabajó también el Copy Art en los lejanos noventa. Y algún performance también hizo. Trabajó también –y trabaja aún– la cerámica, con obras que reclaman una exposición sólo de estas piezas. Obras de un deje primitivo, de un color africano. Y sigue haciendo, cuando puede y le dejan, linóleos. Trabajos felices de mano experta. Jero nunca para. Quintanilla sigue en la brecha. Y tras la gran exposición Fraternidad con el vacío, que abrió en el Instituto Cabrera Pinto de La Laguna en abril de 2010, llegará la individual que itinerará por toda nuestra isla entre 2015 y 2016: La isla de los sueños.

Inauguramos hace unos días El jardín de los encuentros y ya sueña Jero con abrir una nueva muestra en el Ateneo de la ciudad del Adelantado en la próxima temporada. La ciudad del doctor Maldonado. La ciudad a la que llegan sus cartas a su hermano Theo.

Regresa Jero a Gáldar, trayendo consigo una nueva lectura de El jardín perdido, una de las imágenes recurrentes a lo largo de toda su trayectoria artística y vital. Un jardín dotado de bestiario propio, de animales fantásticos y seres mágicos que acusan la huella de Óscar Domínguez y de Juan Ismael. Un jardín poblado ahora de encuentros y silencios cómplices. Un lugar en donde encontrarse en el mundo: «Una vez andando / por un parque inglés / con un angelorum / sin querer me hallé» (Sinfonía de cuna, de Poemas y Antipoemas de Nicanor Parra, 1954).

También trae aquí la memoria de Hokusai, el grabador de La gran ola de Kanagawa. El grabado, la pintura, un lugar peinado también por cañas de bambú de tintas japonesas, que tantas páginas han ocupado en las libretas que siempre lleva Jero consigo en sus paseos. Esas cañas al viento que escucha en silencio.

Trae también aquí a Neruda y a su Canto general, que anda leyendo en estos tiempos, y se llenan de Pueblo estos papeles. Pueblo que pasea. Parejas que caminan entre alamedas de color y memorias entrecortadas.

Regresa Jero. Está nuestro hombre enamorado y pinta los versos de Nicanor que siguen traqueteando en sus meninges. «Juro que no recuerdo su nombre, / más moriré llamándola María (...) Que era como el espíritu sereno / que a las flores domésticas anima. / Yo no puedo ocultar de ningún modo / la importancia que tuvo su sonrisa / ni desvirtuar el favorable influjo / que hasta en las mismas piedras ejercía. / Agreguemos, aún, que de la noche / fueron sus ojos fuente fidedigna» (Es olvido, de Poemas y Antipoemas de Nicanor Parra, 1954).

Está nuestro hombre enamorado y regresan a su pintura sus retratos imaginados de mujeres. Aquellas madonnas, aquellas princesas que siempre poblaron su mundo desde antes de que Andrés, su hijo, naciera. Princesas nombradas como la canción de Silvio Rodríguez, Ojos de color de Sol: «Abriste los ojos/ Y el sol guardó su pincel/ Porque tu pintas el paisaje/ Mejor que él». Una princesa de cara de fresa acecha a las gacelas africanas entre las sombras amarillas de la manigua de Padrón. Y Felo Monzón, su maestro, desde aquel gran mural que cuelga en la Sala de los Amigos, contempla, asombrado, cómo aquel chiquillo perdido que llegó a la Escuela Luján Pérez tras hacer la mili, continúa hoy, abriendo senderos, cerrando caminos.

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