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Directo Vegueta se tiñe de blanco con la procesión de Las Mantillas
Pero, ¿en qué día estamos hoy?

Pero, ¿en qué día estamos hoy?

Jueves, 1 de enero 1970

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Noelia se crió en Sevilla, y aunque lleva ya más de 20 años en Canarias, no puede evitar, de alguna u otra manera, que su reloj anual siga en parte rigiéndose por el calendario de rituales andaluz. Ni es religiosa, quizás sí un poco semanasantera, ni se pirra por la feria de abril y solo una vez se hizo la romería del Rocío. Pero es inconsciente. Le sale. Su cuerpo, o su mente, intuye cuándo se acercan estas fechas. Sin embargo, esta vez no. «Hoy es domingo de Ramos», me dijo este domingo pasado, mientras matábamos el aburrimiento viendo la tele y nos sorprendió un cura predicando en una iglesia vacía en la misa de La 2. Y se equivocó. Yo tampoco lo tenía claro y tuve que mirar el calendario. No. Será el próximo. «Claro, el altar habría estado engalanado».

La maquinaria de su reloj natural, aislado entre cuatro paredes, sin las referencias propias de su rutina, ha perdido precisión. Y su error me llevó a una reflexión. La llegada de este bicho, y el confinamiento al que nos han obligado para tratar de contenerlo, nos ha devuelto a la caverna primigenia, a redescubrir nuestro hogar y a intensificar, para lo bueno y para lo malo, la relación con aquellos con los que convivimos, pero al mismo tiempo ha desnaturalizado nuestra relación con el entorno natural, social y cultural que nos rodea. Es una ilusión que esos vínculos se mantengan mediante videollamadas o asomándonos a la ventana.

Las semanas que para unos contaban de viernes en viernes, porque ese día tocaba juerga, o que se medían en función de cuándo jugaba el equipo de sus colores, ahora para muchos, entre los que me incluyo, van de comparecencia en comparecencia de Pedro Sánchez. En circunstancias como ésta, lo que él diga, y mande, nos determina la semana entera. En mi reloj de cada día el despertador de mi conciencia ya no me lo marca la alarma del iPhone, sino la rueda de prensa del gabinete técnico de Moncloa y su fotografía del avance o retroceso del virus. Y el atardecer ya no es cosa de Lorenzo. No en mi caso. El horizonte de mis ocasos lo escribe cada jornada el Gobierno de Canarias y su parte de guerra del día. Tantos contagiados, tantos muertos. Es una cuenta horrible.

De la noche a la mañana he perdido el control de mi presente y de mi futuro. El Covid-19 me robó la rutina, me alteró las referencias y me ha obligado a limitar a wasaps o a conversaciones telefónicas mi relación con familiares, amigos y compañeros de trabajo. Pero también me ha ayudado a valorar un poco mejor qué importa y qué no. Este viernes, cuando volvía de un reportaje, me topé con un coche fúnebre y una escena desoladora. Solo lo seguía un coche. Dentro, dos personas, una mayor, canosa, detrás, sola, y delante, otra más joven, al volante. Nadie más. Quién sabe si eran madre e hija. Les tocó dar un adiós para siempre, de esos que a nadie nos gusta dar, ni con coronavirus, ni sin él. Pero eso es justo lo peor de este bicho. No que nos rompa la rutina. O que asfixie nuestra relación con el mundo. O que, incluso, con lo que supone, que nos deje sin empleo. Lo malo de este virus es que nos roba seres queridos. A miles. Ya volverán los domingos de Ramos, los partidos de fútbol de los chiquillos, o los atardeceres rojos. Ahora toca parar la cadena de contagios. Yo estoy entregado a la causa. ¿Usted?

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