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Una piedra en el camino

Jueves, 1 de enero 1970

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Una piedra en el camino, más precisamente en una playa. Un monumental despiste del descalzo caminante. Un golpe, tan sorpresivo como terrible, con la roca. Y tres dedos del pie izquierdo algo más que machucados. Me dirijo con bastante dificultad desde la arena, en la zona cercana al auditorio Alfredo Kraus, hacia la avenida. Lo hago casi a cámara lenta, apoyándome en el pie derecho y arrastrando como puedo el dolorido izquierdo. Siento que la meta –un lugar donde puedan curarme- se encuentra demasiado lejos y, además, me veo obligado a parar cada dos por tres para recabar fuerzas.

No tengo móvil, nunca lo llevo a la playa, por seguridad –ya he pasado por el mal trance de que me dejen sin toalla ni cholas mientras paseo o estoy en el agua, y tener que regresar a casa descalzo y muy cabreado con la gamberrada- y, sobre todo, para que nadie interrumpa esa hora diaria de completa desconexión. Es la mejor terapia. Es mi tiempo.

Se trata de un descubrimiento relativamente reciente, facilitado por las condiciones de trabajo que tengo desde hace un año y que me permiten ordenar mi jornada laboral. Dedico muchas horas a mi profesión, incluidos fines de semana o días de fiesta, pero reconozco que casi siempre disfruto haciéndolo. Es una inmensa fortuna poder trabajar en lo que más te gusta.

Se trata de intentar distribuir y compatibilizar. Planificar adecuadamente el trabajo y, al mismo tiempo, saber que hay imprescindibles espacios para la vida personal, para mí y para la gente que me rodea; y que no son negociables. Estuve una época de mi vida, casi seis años, en la que pasaba más de la mitad de la semana fuera de casa, en otras islas, durmiendo en hoteles, y no me apetece nada repetirlo. Me perdí entonces cosas que nunca recuperaré.

Una hora más tarde de abandonar la playa estoy ya convenientemente vendado. Los dedos están hinchados. Pero el desafortunado accidente tuvo consecuencias menos graves de lo que inicialmente pensaba. Parece que no hay rotura. Eso sí, durante unos días voy a tener la movilidad restringida. Además de necesitar de un buen antiinflamatorio. Una piedra en el camino. Un despiste. Un obligado cambio en la rutina diaria.

Intento hacer una lectura positiva del incidente: hubiese sido mucho peor caerme y romperme los dedos de la mano, lo que hubiese complicado bastante mi trabajo. Y, además, no tengo estos días compromisos que me obliguen a desplazarme fuera de mi casa. Puedo seguir la vida con relativa normalidad: intervenir en la radio, escribir mis artículos y reportajes, hacer las llamadas necesarias, leer algunas de las cosas que tengo pendientes... y aguantar las bromas de los amigos y amigas a costa del accidente playero. El obligado respiro de estos días me permite planificar mejor las próximas semanas y revisar con paciencia las primeras páginas de lo que será mi segundo libro.

Trabajo doméstico. Cierto que la situación me limita mucho a la hora de llevar a cabo las habituales tareas domésticas. No puedo comprar en el Mercado Central ni en el cercano súper, ni preparar la comida, aunque sí colaborar en su elaboración sentado en la mesa de la cocina. No quiero, además, cometer imprudencias que aumenten el tiempo de esta relativa convalecencia.

Recuerdo algunas otras situaciones fastidiadas. Como la afonía que me atrapó justo el día anterior a la presentación de mi trabajo final del máster en Medios de Comunicación de la Universidad de Las Palmas de Gran Canaria. Una investigación rigurosa, con muchas horas de trabajo detrás, sobre el tratamiento de la educación–fuentes, temas y pervivencia del conflicto- en los medios de comunicación de las Islas, que me costó defender ante el tribunal con la voz completamente rota, en un esfuerzo que me desesperaba.

Alguno pensó, tal vez, que era víctima del miedo escénico, pero les aseguro que no. Pocas veces fui más tranquilo a una prueba, en pocas ocasiones dominaba la materia como en aquella ocasión y tenía tan perfilada y ensayada la presentación. Tras el mal trago, compensó, eso sí, el hecho de recibir el máximo reconocimiento por parte del Tribunal.

Tertulia. Me pasó otra vez en medio de una fuerte gripe, con 39 grados de fiebre, en la radio. Responsabilizado, no dejé de asistir a la matinal tertulia, consciente de que había gente del equipo de vacaciones en aquella Semana Santa, hace ahora unos ocho años. Casi sin voz, aguanté como pude y sé que hice sufrir a más de un oyente que se solidarizó con el mal momento que estaba pasando. Encima tuve que fajarme en un agrio debate sobre el papel de los docentes y los déficits del sistema educativo con un contertulio cargado de tópicos y lugares comunes, de esos que suscitan aplausos fáciles a pesar de su escasa o nula consistencia.

Celebro estos días un año como colaborador de CANARIAS7. Desde mi regreso a mediados de enero del año 2017 he publicado aproximadamente un centenar de artículos de opinión, análisis, entrevistas y reportajes, en esta mi tercera etapa de presencia en lo que siempre –desde su nacimiento en el 82- he considerado mi periódico. Ha sido una etapa muy intensa y satisfactoria. Desarrollada con enorme libertad, lo que agradezco mucho.

Cuando anuncié públicamente que abandonaba mi anterior trabajo, en El Espejo Canario, en el que estuve durante casi diez años, un responsable de otro medio de comunicación me envió un mensaje avisándome de que en unos días se iban a dirigir a mí para ofrecerme colaborar periódicamente en un programa televisivo. «Están muy interesados», me dijo. Interés que decayó por completo, al parecer, por los contenidos críticos de mis primeros artículos de opinión en este su periódico.

Una piedra en el camino. En este caso de otro tipo bien diferente, humana e identificable. Más difícil de esquivar. Más dañina. Pero, por fortuna, con consecuencias perfectamente superables. Como bien cantaba Amaury Pérez: «Que no se sientan las piedras eternas / Que hasta las piedras pierden la dureza / Cuando el martillo golpea con fuerza / La piedra que no es bien pura se quiebra». La canción se llama, curiosamente, Las noticias.

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