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Un debate endogámico

Un debate endogámico

Jueves, 1 de enero 1970

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Hay actividades políticas en el Parlamento de Canarias deben ser revisadas, entre ellas el debate del estado de la nacionalidad, cuya utilidad está más que cuestionada. ¿Cumplirá el poder ejecutivo, en este caso Clavijo y su equipo, las más de 700 resoluciones que aprobó el pleno el pasado jueves? ¿El próximo año algún grupo político de los que votaron esas resoluciones pedirá cuentas al Gobierno sobre el grado de cumplimiento de esas resoluciones? La respuesta a ambas preguntas es evidente. No.

La realidad es que el debate tiene la relevancia que los medios de comunicación le damos, arriesgándonos a perder audiencia porque la decepción con la clase política es la que realmente acampa entre los ciudadanos, más allá de cuestiones puntuales que despiertan cierto interés, no mucho, la verdad.

Ahí están los números, los de las audiencias en la televisión y en los medios digitales, absolutamente medibles al minuto, sobre el grado de interés que despierta un soporífero discurso del presidente del Gobierno, las sucesivas intervenciones de la oposición o los rifirrafes dialécticos entre unos y otros.

Si el debate en sí mismo es un muerto viviente, resucitado por alguna cande con ganas de dar buenas imágenes de Clavijo, el día después, el de las resoluciones no pasa de ser un mero trámite, para los diputados y para el Gobierno.

La foto del jueves, día en el que se debatieron esas 750 resoluciones, era la del banquillo del presidente vacío, además de las seis consejeros ausentes. Fernando Clavijo, que ya no muestra ningún interés por el Parlamento y va lo estrictamente preciso, no estaba. En esta ocasión no podía perderse la foto en Bruselas con Rajoy y otros líderes de la Unión Europea para abordar el último de los problemas en sus listas de prioridades, el de las regiones ultraperiféricas. Barragán se pasó el día en su despacho del Parlamento y el vicepresidente Pablo Rodríguez apareció a última hora, cuando lo avisaron de que había que votar.

Si estuvieron en el pleno y prestaron atención, al menos aparentemente, el consejero de Sanidad, José Manuel Baltar, el de Agricultura, Pesca y Ganadería Narvay Quintero, la de Empleo y Servicios Sociales, Cristina Valido y la de Política Territorial, Nieves Lady Barreto. Estaban allí, lo que no quiere decir que cuando llegaron a sus despachos cogiesen la lista de las 750 resoluciones y miren las que tocan a su departamento para cumplir con ellas, entre otras cosas porque la mayoría, o la totalidad de las mismas, hay que dotarlas de presupuesto, de dinero contante y sonante para ejecutarlas y eso requiere de otro procedimiento parlamentario.

El Gobierno no sólo puede permitirse el lujo de no cumplir con las resoluciones, sabe que nadie lo va a fiscalizar por no hacerlo. Nunca se han seguido, para su control, las resoluciones, salvo alguna por la que después pregunta el partido que las ha presentado.

Ninguno de los diputados que se sientan en el Parlamento creen en ese debate, salvo el presidente del Gobierno, al que su equipo le busca garantías absolutas de publicidad a través de medios públicos y el interés de los privados por la política. Clavijo acapara la primera parte del debate y la segunda con todas las ventajas de intervención que le otorga el reglamento, aunque su esfuerzo, vuelvo a las audiencias, queda en un ingente trabajo que llega a muy poca gente.

Las limitaciones a los portavoces o presidentes de los grupos parlamentario implica menos tiempo de intervención y menos protagonismo, lo que resta interés a lo que parece más un acto endogámico que de control al Gobierno. En definitiva, el debate está hecho para el presidente y desde que acaba su intervención y parte de sus respuestas cae estrepitosamente su interés, en el mismo grado que puede suscitar, muy poco.

Desde el punto de vista práctico los grupos políticos saben que sus propuestas nunca se van a cumplir, que no van a ser seguidos por ellos mismos y que se convertirán en papel de archivo en las bibliotecas del Parlamento. El problema, agudizado en esta etapa, es que el Ejecutivo tampoco es un fiel creyente del sistema parlamentario, y que más les molesta tener que acudir a sus sesiones que potenciar el debate interno y dar cuentas de la gestión. Más de un miembro de este Gobierno se muestra molesto por las veces que se le convoca y más de uno ha expresado su exasperación por la obligación de dar cuenta de la gestión.

No creo que nadie se plantee acabar con el debate del estado de la nacionalidad, pero sí cabría reformar el procedimiento, que como digo, solo sirve para que el presidente haga apología de lo bien que lo hace y la oposición lo critique, porque algo práctico, una medida que aplicar para cambiar la realidad de la gente no se va a cumplir nunca.

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