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Turistas en busca de un ‘selfie’

Turistas en busca de un ‘selfie’

«Los viajes actuales no nacen del deseo de vivir una experiencia única sino de consumir ocio programado y almacenar ‘selfies’ que mostrar a amigos y familiares».

Jueves, 1 de enero 1970

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Me encuentro con gente que afirma haber disfrutado de sus mejores y más largas horas de sueño en los aviones de regreso de las vacaciones a sus lugares de origen. Y es que, durante el tour de 15 o 20 días contratado en la agencia de viajes, se han visto abocados a casi no desarmar maletas, levantarse de madrugada al toque del despertador o la llamada del recepcionista, desayunar a toda carrera y disponerse a montarse en un nuevo avión o coger la guagua que los trasladen a las visitas turísticas programadas en el itinerario.

El turismo de masas ha provocado que ya nadie o casi nadie se sienta viajero sino turista, gregario, en busca de placeres visuales o culinarios que, le proporcionen seguridad, una habitación «con vistas», copa y café después de un opíparo almuerzo o cena que, perfectamente, puede encontrar en su pueblo o ciudad a pocos kilómetros de su casa.

Se ha perdido la capacidad de atender y disfrutar, con paciencia, la curiosidad de un niño o la aventura de vivir cada día, de una bella arquitectura, una pintura de museo o un hermoso paisaje. Octavio Paz habla que se ha acabado la contemplación estética porque la estética se disuelve en la vida social. Como se disuelve en el aluvión de turistas que se mueven, en una marea humana, a codazos, por captar una foto o hacerse un selfie que, al momento, mandan al otro extremo del mundo, ufanos de que lo puedan ver amigos y familiares.

Como escribe, en El País, el periodista y fotógrafo Fernando Sánchez Alonso: «Infunde miedo ver a millares de personas haciendo bulto frente a La balsa de Medusa, arrojando moneditas a los asustados tritones de la fontana de Trevi u oreando las carnes en la cubierta de un crucero, que contamina lo que 12.000 vehículos». Además de ser la imagen de la desmesura por el comer, a veces «con los ojos», desde el amanecer hasta la media noche y terminar achispado de tanto empinar el codo en bares y tascas repartidos por las cubiertas y otros rincones a donde pueden dirigirse con el señuelo y garantía de que, controlado el personal con la tarjera de crédito, está todo incluido.

Se calcula que a lo largo del último año se movieron por el ancho mundo unos 1300 millones de nuevos emuladores de Phileas Fogg, que dejaron un rastro de millones de toneladas de basura en aguas de playas, en otro tiempo, paradisíacas, contaminadas de papel, plástico, restos de comida basura y tanto mejunje protector de carnes sonrosadas.

Ya hay alertas y quejas de vecinos en barrios y zonas turísticas de ciudades y hasta se han creado plataformas de protesta ante tanto desmán que, además de disparar el alquiler de las viviendas, han convertido barrios tranquilos en campos «de Marte» dedicados a rendir culto al dios Baco y fiestas dionisíacas que no respetan el paso de menores ni la intimidad de cualquier zaguán donde uno se puede encontrar, de bruces, con dos cuerpos revueltos en un acto de lujuria desatada.

El periodista británico Leo Hickman da correcta cuenta en su obra El turista contaminado de una las primeras protestas de la plaga, marea humana, que se avecinaba. Escribe que es obra de los monjes del monasterio griego de Meteora que, al verse abrumados por la cantidad de gente que visitaba el monasterio crearon la plegaria, en forma de jaculatoria «por los que se encuentran en peligro debido a la ola de turistas».

Para los deseosos de devorar visitas apremiantes, a toda carrera, de paisajes trillados por miles, millones de miradas, olor a humanidad y destrozos del ambiente recuerden lo que escribió San Agustín en sus Confesiones: «Y los hombres van a admirar la altura de las montañas, la enorme agitación del mar, la anchura de los ríos (...) y se olvidan de sí mismos».

Para muchas y muchos se trata de perseguir una vana ilusión de como escribió Baudelaire, solo parece que se es feliz en cualquier lugar menos en el que se está.

Ahí donde se encuentra la propia imaginación que también es una forma de viajar en compañía de un buen libro que cuente una hermosa historia, sentado a la orilla de un mar en calma en una cala perdida, lejos de la barahúnda que, como también dijo el escritor y orador norteamericano George W. Curtis: «La imaginación sirve para viajar y cuesta menos».

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