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Un ruidoso silencio se ha convertido en el gran lastre que ha dañado gravemente la democracia española en los últimos años. Ahora en mínimos de credibilidad históricos. No sugiero que la corrupción sea generalizada en las instituciones públicas, no puedo afirmarlo con datos irrefutables, pero no hay más que estar atentos a los medios de comunicación para constatar que los corruptos no son minoría. No tienen un solo color, aunque el azul sea el que predomine.

Y que la impunidad en la que viven se sustenta en el silencio de las personas que un día vieron lo que no hay que ver pero decidieron mirar a otro lado, o como mucho, se aventuraron a contarlo a modo de chascarrillo divertido en la barra de un bar.

Ese silencio que barniza y camufla los tejemanejes de la clase política tiene una explicación. El miedo. Hay que pagar facturas, sacar a la familia adelante. Es comprensible. Y denunciar irregularidades suele ser el principio de una pesadilla que termina por el ostracismo del denunciante, que en lugar de ser ciudadano ejemplar para a ser chivato apestado. En las pocas ocasiones en las que alguien da el paso, y más si lo hace con nombres y apellidos, los anticuerpos del sistema responden de manera muy agresiva: el tipo que denuncia tiene oscuros intereses, o no está bien, es un desequilibrado, es un tío extraño, ya sabes, obsesivo y, además, estuvo metido en algo turbio. O es un resentido que no pudo escalar en la labor pública y se venga contando mentiras. Expresiones como estas están en los manuales de todo jefe de comunicación o estómago agradecido que se tercie. Así es como se defiende la podredumbre que se ha contagiado por todos los estamentos públicos: desprestigiando a quien ha decidido romper los chanchullos con dinero público. Y puede que haya ocasiones en que las fuentes no sean precisamente la Madre Teresa de Calcuta pero, en todo caso, aunque sus motivaciones sean reprochables, al menos los corruptos no se saldrán de rositas.

Otra cosa son los cómplices. Fiscales que reman a favor de los ladrones, que paradójicamente obstaculizan la aplicación de la ley; o compañeros de partido que, estando implicados o simplemente conocen las fechorías, no se atreven a dar un paso al frente. Y luego está Rajoy. De excursión en Latinoamérica y negándose a explicar ante los micrófonos de los medios la basura que ahoga a su partido y a su Gobierno. De nuevo la estrategia del silencio. Quien calla, otorga.

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