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Los sueños del consumo

Jueves, 1 de enero 1970

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Nos pasamos la vida anhelando. Suspiramos por alguna última cosa o novedad de escaparate que aparentemente nos hará más felices. Si el vecino cambia el coche, tú debes hacer lo mismo lo antes posible no vayan a pensar en el vecindario que eres menos que el otro. Actuamos como niños. Los agentes de publicidad bien que lo saben y con astucia sacan partido de nuestras debilidades. Así que el no consumir puede ser el mejor acto revolucionario. Una práctica a probar que se consolide poco a poco. Uno no se hace antisistema de la noche a la mañana. Y no se entienda esto por agitar pancartas y acudir a manifestaciones, que también, sino por una actitud más discreta como puede ser recorrer un sábado un centro comercial planta por planta y salir sin haber comprado nada de nada. Vamos, que ni el mismo Lenin hubiese aguantado semejante tentación al alimón del crédito fácil.

Todo se acabará cuando nazca el hombre nuevo, pensaban algunos. Una incauta ensoñación (todos tenemos nuestros pequeños pecados) que creyó ingenuamente como meta a alcanzar bien el revolucionario francés de 1789 o los bolcheviques de 1917. Ninguno lo consiguió y los excesos los pagó la modernidad que afectó a los siglos XIX y XX. Tanta chaqueta de pana cuando, a la postre, prevalece el espíritu pequeño burgués del mes de vacaciones y las dos pagas extraordinarias para que el proletariado olvide pronto la revolución.

La otra opción sería crear una tragaperras diferente. Sería la destinada a saciar la paz de los sueños. Quince minutos antes de acostarte echas una moneda a esa maquinita por inventar a cambio de que te garantice soñar con aquello que hace tiempo que proyectas. Y entonces a la par que duermes puedes pasear por Edimburgo, contemplar las estrellas en lo alto de una montaña o patinar en una pista sobre hielo.

Y como este mecanismo de teletransporte onírico sería enseguida la panacea universal, habría que nacionalizarlo y, por lo tanto, ponerlo al servicio del interés público. Se entregaría en cada dormitorio como hiciera en su día Fidel Castro obsequiando con aquellas ollas a presión en aras de santificar el castrismo. Al final, va a ser que todos (capitalistas y comunistas, jóvenes y mayores, mujeres y hombres) queríamos lo mismo: desquitarnos y gozar la gratitud aunque fuera por instantes. Tanta parafernalia ideológica para sucumbir a la endeble voluntad. Toda una tragedia clásica que otros nos advirtieron. Y es que somos rehén de nuestros deseos. Por eso casi mejor no tenerlos. Adelgazar el ego tiende a la felicidad razonable. Te libera, con o sin dulces sueños.

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