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Hay gente que alegra la vida de la gente, personas que te regalan una sonrisa en todas las circunstancias y que jamás se quejan, y si se lamentan buscan el humor para evitar que sus caídas se terminen pareciendo a las desgracias. No encuentras mucha gente así en un mundo cada día más enfadado por tonterías políticamente manipuladas o por los efectos secundarios de unas redes sociales que, lejos de contribuir a la comunicación inteligente, aborregan cada día más a los internautas, y despiertan a esos monstruos que hay que mantener en las cuevas alejados de las vísceras y de los exaltados.

La vida se cuenta de una manera y la que caminamos a diario se escribe de otra diferente. Sí me quitan el sueño las injusticias, los latrocinios y las insolidaridades, aunque siempre se esconden hablando del último gol de Messi o de las miradas a pasados que están para ser enterrados después de aprender de los errores para no volver a cometerlos. Pero nos repetimos, parece el destino del ser humano, capaz de llegar a la luna y de donar sus órganos para salvar a otro al mismo tiempo que deja que se ahoguen los niños en ese Mediterráneo que separa un mundo de otro, un espacio de vida y futuro de otro en el que la violencia o el machismo campan a sus anchas. Pero yo quería escribir de toda esa gente que me alegra la mañana, muchos de ellos desconocidos que te regalan una sonrisa o que transmiten esas energías que hacen que todo a su alrededor se vista de esperanza. Ya, ya sé que eso no está científicamente probado, pero cada día me acerco más a la gente positiva y me alejo de aquellos que solo te hablan de desgracias y de sueños incumplidos teniendo toda la felicidad del mundo al alcance de su mano. También de quienes me hablan mal de otras personas. Me quedo con los que, día tras día, a lo mejor llevando su procesión por dentro, te saludan como si se acabaran de ganar la lotería primitiva. Una de esas personas es el italiano Massimo Melito. En su café de Vegueta, donde antes estuvo la heladería Regina, Massimo desborda esa energía que yo creo que nos despabila más que el café que le pedimos camino del trabajo. El Antico Café, donde el obispo Ramón Echarren se sentó los últimos años de su vida a ver pasar el tiempo apaciblemente, es como un puerto en el que nos reconocemos muchos de los náufragos que habitamos esta ciudad que Massimo dice siempre que es casi un paraíso, y es que el paraíso va siempre con nosotros a todas partes si tenemos salud y miramos a los ojos del presente sin miedo y con una sonrisa. Hoy quería escribirle estas líneas, porque gente como él ayuda a que este mundo sea mucho más habitable. Con los pequeños gestos. Con los detalles. Con lo que siempre se han cambiado los destinos y los vientos del azar y de la suerte. Casi todo lo demás depende de nuestro propio empeño.

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