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Lampedusa escribió El gatopardo, pero el gatopardismo es un invento español. En tiempos de monarquías medievales, absolutista o liberales (es un decir, otro cambio para que todo siga igual), en épocas de agitación popular, en momentos convulsos, en dictaduras, en puntuales fogonazos republicanos y en el actual sistema homologado con las llamadas democracias burguesas occidentales, han cambiado los escenarios, la música y hasta la letra, pero la función es siempre la misma. La derecha secular se cree con el monopolio del poder y se comporta como si le perteneciera por designio cósmico, y cuando las urnas o cualquier mecanismo del sistema se lo otorga a otro sector social se siente víctima de una usurpación, un expolio, un latrocinio. Por el contrario, cuando ese mismo mecanismo pone el poder en sus manos, es pura democracia esencial, canela fina. Es decir, mucho antes de que naciera Lampedusa, España ya practicaba el gatopardismo: “Si queremos que todo siga como está, necesitamos que todo cambie”.

Incluso en medio del ruido que no logran amortiguar en su lucha por el poder interno, los dirigentes del PP y los voceros que le hacen las palmas en los medios no cesan en su cruzada contra el nuevo gobierno. Repiten consignas que parecen grabadas a fuego en su ADN, de tal manera que, una y otra vez, tratan de desligitimar algo que está dentro de las reglas del juego. Quien elige al Gobierno no es el voto directo del pueblo, sino una mayoría parlamentaria. Cuando un partido logra la mayoría absoluta, parece que el nuevo presidente ha sido elegido en las urnas, pero cuando no es así tiene que conseguir otros apoyos parlamentarios. Le ocurrió a Suárez en sus dos legislaturas, a Felipe González en la última, a Aznar en la primera y a Zapatero en las dos que gobernó. Rajoy, en la presente legislatura, también tuvo que conseguir otros apoyos fuera de su partido. Es la norma establecida en la Constitución que tanto dicen defender. Y por lo visto es perfectamente democrática cuando sirve para investir a un presidente de los suyos, pero es un secuestro de la voluntad del pueblo cuando el poder recae en otra fuerza política.

Esa pataleta ensordecedora y cansina no es nueva. Desde que el PP fue refundado y ya se vio como alternativa de poder después de las mayorías absolutas del PSOE, pudimos escuchar hasta el cansancio a José María Aznar pronunciando aquella frase que se hizo mítica: “¡váyase, señor González!” Cuando Zapatero accedió a La Moncloa, tuvo que aguantar la misma cantinela en su dos legislaturas, el PP se comportaba como si le hubieran robado el poder, y todos recordamos las teorías delirantes en las que utilizaba los terribles acontecimientos del 11-M para deslegitimar al Gobierno. Ahora mismo, en la pugna Soraya-Casado, se aprovecha cualquier resquicio para volver con lo mismo. El argumento esencial es que el PSOE no tiene mayoría, exactamente lo mismo que Rajoy, y da igual el número de diputados mientras consiga aunar una mayoría parlamentaria. El argumento de que Sánchez no es diputado es otra falacia, aunque en su caso es Secretario General de un partido y, además, obtuvo escaño en las elecciones, aunque renunció a él después de haber sido descabalgado de la Secretaría General. Es más, cualquier persona, aunque no tenga acta de diputado ni sea militante de un partido, puede acceder a la Presidencia del Gobierno si concita los apoyos de la mayoría del Congreso.

El gobierno de Sánchez gustará más o menos. Habrá que ver cómo afronta los muchos retos que tiene España, y en consecuencia las urnas hablarán en su momento, que no sabemos cuándo será, pero ese es otro debate, pues tan legítimo es que convoque elecciones mañana como que agote la legislatura. La oportunidad y el momento de esa convocatoria es opinable, por supuesto. No vi que, ante el exasperante inmovilismo de Rajoy, se dijera que su gobierno era ilegítimo. Este discurso, que ahora parece prender también en otras fuerzas emergentes que, además, disputan el espacio al PP, se machaca día tras día, y ya empieza a hartar la jaculatoria de que cuando uno de los suyos gobierna es que presta un servicio a su país, pero si lo hace otro es que está fascinado por el poder.

Por ello no son de extrañar tampoco las reacciones a veces extremistas de los sectores más a la izquierda. Es que con la derecha española la única manera de dialogar es darle la razón, y su razón siempre es la misma, barnizar la realidad pero sin tocar el chasis del edificio común, que a estas alturas debe estar oxidado. Muchos de los avances sociales que se han ido consiguiendo –nunca con gobiernos del PP- están puestos en entredicho porque siguen con la máxima que les viene de su connivencia con otros poderes de toda la vida, aparentar cambio pero que nunca se mezcle el agua con el aceite. Así hemos perdido derechos, ha aumentado la desigualdad y siguen metiendo miedo con que el nuevo gobierno va a arruinar el país. Y lo triste es que hay gente que los cree.

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