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Se vio como una oportunidad única para el Real Madrid, la capital, la RFEF y España en general acoger el partido de los partidos de Sudamérica. La primera final de la Copa Libertadores entre River Plate y Boca Juniors, los dos máximos referentes del fútbol al otro lado del charco. Pero no deja de ser una derrota histórica para este deporte. La violencia volvió a ganar en Argentina, un territorio cuya pasión por el balompié traspasa todo límite de cordura y raciocinio. Allí, los barras bravas gobiernan a su antojo con la connivencia de clubes y policía, poniéndose en evidencia que el país no está preparado para albergar un acontecimiento de tal índole. Años de corruptela y concesiones han tenido sus consecuencias.
Por ello se decidió trasladar el partido a 10.000 kilómetros, a una ciudad acostumbrada a soportar este tipo de eventos y donde lo más peligrosos no iban a poder llegar. Pero al mismo tiempo se desnaturalizó la máxima expresión de un torneo que precisamente lleva de nombre Libertadores como homenaje a la independencia del pueblo sudamericano ante el yugo español. Y justo ahora, en un día que quedará para la historia, la imagen que se proyecta es el regreso del hijo emancipado a los brazos de su padre advirtiendo que no puede vivir sin su progenitor. Golpe difícil de asimilar para nuestros hermanos argentinos.
Y todo por una final nunca tuvo que disputarse. Era la ocasión ideal de dar una respuesta contundente a los violentos en el fútbol y a aquellos que permiten esta degeneración. Podría haber sido el primer paso, el punto de inflexión de un camino que será largo y costoso, pero que debe tener como punto final la exclusión de todos los que se aprovechan de este maravilloso deporte para dar rienda suelta a su rabia y esquizofrenia. Sin embargo, aquellos que apedrearon la guagua de Boca y mandaron al hospital a vario de sus jugadores, pudieron festejar el ansiado título por las calles porteñas como si nada hubiera pasado.
Y lo peor es que de este mal no se libra nadie. Si no que nos lo pregunten a nosotros, que tenemos que soportar con frecuencia casos de violencia en el fútbol base. No es comparable a lo de Argentina, pero se le asemeja en tristeza porque son niños los que tienen que presenciar las calamidades de sus padres cuando solo quieren hacer lo que les gusta: jugar al fútbol. Un deporte que, definitivamente, se ha acostumbrado a perder a favor de los violentos.
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