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La violencia machista ha dejado de nuevo su marca repugnante en Tenerife con la muerte de Sara, precisamente en una fecha señalada para combatir ese horror. Hoy se nos han bloqueado todas las posibilidades para la sonrisa, Otra vez.

Me gustaría escribir siempre artículos amables, optimistas y, por qué no, divertidos. Lo intento, pero la realidad es sangrienta, violenta y testaruda. Aunque me tengo por moderadamente optimista (seguramente ingenuo), creo que he gastado tanto optimismo que ya solo me quedan unos restos para alimentar el fuego de la esperanza. Así no me sale la risa ni la distracción y hasta me cuesta un gran esfuerzo tirar de las últimas hebras de ironía que me van quedando, porque la insensatez colectiva que me atosiga no me deja espacio para hacer juegos de palabras o buscar la vertiente lúdica de la realidad. Más que consuelo de tontos es motivo de mayor preocupación ver que es un sentimiento general, porque hasta los más agudos humoristas gráficos, que tratan de arrancarnos una sonrisa inteligente cada mañana, se ven concernidos por el dolor que produce tanta violencia de toda clase, que empuja más al miedo que a la jarana. Las mejores tiras de ahora son gritos de impotencia colectiva.

Ya uno no sabe en qué lengua hay que decir que los seres humanos son diferentes uno a uno, pero tienen todos los mismos derechos y nadie es más que nadie. Oigo a dirigentes políticos que parecen sacados de las cavernas esgrimir argumentos machistas que hacen temblar, y se les da cancha porque quienes los defienden enarbolan el sagrado derecho de libertad de expresión. Aterra ver el nivel extremo de violencia que sufren las mujeres, pero eso no parece ser una prioridad, y esa sensación de que es “lo normal” (ahora lo llaman blanqueo) nos envilece como sociedad. Es como si a muchos (también a muchas, tristemente) les hubieran grabado a fuego normas ancestrales, que no por figurar en supuestos libros sagrados son menos atroces.

Lo que más descorazona es que jóvenes y adolescentes repiten las mismas conductas. Quienes hemos intentado durante años transmitir valores igualitarios a través de la educación sentimos una sensación de fracaso. Es muy desequilibrada la lucha cuando los estímulos que llegan a la gente joven a través de medios muy sofisticados y atractivos semejan gigantes contra la labor en las aulas. Encima, a tratar de abrir las mentes lo llaman adoctrinar, y está mal visto incluso desde determinadas normas académicas por mucho que se diga lo contrario. Hay que recordar cómo los estamentos reaccionarios se pusieron a gritar cuando se estableció la asignatura de Educación para la ciudadanía. Molestaba que se mostrara al alumnado principios de igualdad, respeto, no discriminación y libertad individual desde la información previa. En cuanto llegaron al poder, suprimieron esa asignatura, junto a otras que también son armas para aprender a pensar, como la Filosofía. Si a eso unimos que las redes sociales se han convertido en una selva en la que impera la ley de la selva sin que se le ponga coto a tanto desmán, que las nuevas generaciones hayan entrado en un retroceso que creen modernidad es casi una consecuencia lógica.

Pero hay que seguir, repetir hasta que también se grabe a fuego en las mentes que nadie es dueño de nadie, que la violencia quita vidas y anula libertades pero nunca da la razón al que no la tiene. El 25 de noviembre se ha señalado como Día Contra la Violencia Machista, y es así porque se recuerdan los asesinatos de las Hermanas Mirabal, las mariposas dominicanas que cayeron bajo la bota del sátrapa Trujillo. Siempre hay algún impedido mental que pregunta graciosamente “¿y la violencia feminista”? Habría que recordarle que el equivalente al machismo sería el hembrismo, y este, que yo sepa, no existe (si existiera, sería tan deleznable como el machismo). El feminismo no es un movimiento supremacista sino de igualdad de derechos, pero cuando no se quiere entender se tira de argumentos imposibles.

Es una barbaridad que siga habiendo crímenes machistas, pues se trata de una forma de terrorismo al que no se hace frente con la misma determinación que a otros terrorismos. ¿Se imaginan cuál sería la movilización del Estado si cada año una organización criminal asesinara a un centenar de personas, maltratase a miles y humillase a millones? Pues eso está pasando aquí y ahora, y este terrorismo se une a otros que tienen que ver con la raza, la pobreza y el abuso de poder, cuyas víctimas siempre son los más débiles. La violencia contra las mujeres es inadmisible en una sociedad que se dice democrática. Da escalofríos la facilidad con que los abogados defensores encuentran grietas en el sistema por las que a menudo consiguen librar a sus clientes, cuando no es el propio sistema y la escala de valores de quienes lo aplican. Me niego a discutir cuando alguien asoma la zarpa tratando de justificar o explicar la violencia machista. La cuestión es muy básica: quien lo hace es un criminal; quien lo justifica, cómplice de asesinato. A riesgo de que, una vez más, me llamen comecuras, digo que La Iglesia Católica no parece estar muy preocupada; claro, todavía va por el capítulo 3 del Génesis.

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