No, me niego a creer que sea racista toda esa gente que se ha echado a la calle para protestar contra la inmigración ilegal y para reclamar más seguridad. Hoy es tiempo de etiquetas y los periodistas, y la sociedad en general, suele abusar de ellas. La realidad, a menudo, es bastante más compleja. No percibo un odio al magrebí o al subsahariano porque sí, por su color de piel. No es, ni mucho menos, el sentimiento mayoritario. Y me cuesta creer que estas islas se hayan vuelto xenófobas. Somos hijas del mestizaje.
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Más bien lo que interpreto es que hay mucha gente que se siente hoy muy vulnerable por la grave crisis sanitaria y económica y que tiende a ponerse a la defensiva ante un fenómeno migratorio que se ha gestionado de forma nefasta. Tiene miedo e incertidumbre, que es el caldo de cultivo ideal para que personas y grupos, que sí son racistas, xenófobos y violentos, exploten esos sentimientos. Ganan en río revuelto. Y sus armas son eficaces. Convierten la excepción en regla gracias a las redes sociales. Viralizan puntuales episodios de violencia de los migrantes. O se inventan agresiones. Todo vale.
Pero toda esa gente que sale a la calle seguro que no se ha parado a pensar que, en realidad, protesta contra un colectivo que está en bastante peor situación que ellos, gente tan desesperada que se tira al mar, en una aventura suicida, para buscar un sueño que aquí no va a encontrar y que, para colmo, se siente encarcelado. Claro que los hay violentos y que contra ellos ha de caer el peso de la ley, pero son una minoría.
Unos y otros, canarios y migrantes, son víctimas de una España y de una UE que se atrincheran en muros de cristal y que usan las islas como jaulas. Somos víctimas de sus políticas y nos abocan a graves problemas de convivencia. Ahí está el problema.
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