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Ennio Morricone, el compositor y director de orquesta fallecido ayer a los 91 años, parecía un tipo de otra época. De esa en la que el cine había que consumirlo, sí o sí, en pantalla grande. Y cuanto más grande, mejor. Porque hubo un tiempo en que el tamaño sí importó. No el presupuesto, porque Morricone puso banda sonora lo mismo a películas caras que a otras baratas. Incluso muy baratas, como los primeros spaguetti-western de Sergio Leone.

Recuerdo haber visto La misión y Los intocables de Elliot Ness en dos cines de la madrileña Gran Vía, en esas salas de aforo multitudinario que poco a poco a fueron desapareciendo y de las que algunas quedan pero reconvertidas en teatros para musicales. En ambos casos salí de allí tarareando la musiquilla, porque el maestro Morricone había logrado que sus composiciones estuviesen muy por encima de las propias películas. De Hasta que llegó su hora y Érase una vez en América, tres cuartos de lo mismo. O más, porque en lo fílmico son obras maestras; en lo musical, son lo mismo. Y, por supuesto, de Novecento. Porque estamos hablando de películas que hay que ver en pantalla grande y hay que oír con el sonido bien alto.

Escribo esto porque lo siento por los que están descubriendo el cine ahora gracias a Netflix y lo contemplan en una pantalla de teléfono móvil, al tiempo que lo escuchan con unos auriculares inalámbricos tan de moda. Es evidentemente el signo de los tiempos pero también es evidente que no es lo mismo. Y no puede serlo porque todo tiene su momento y su contexto.

En el caso de Morricone, estamos hablando de un tipo que era capaz de componer las bandas sonoras con solo leer el guion, esto es, antes del rodaje, y que dio con algún director que luego filmaba poniendo de fondo la música para que los actores se pusieran a tono (Sergio Leone en Hasta que llegó su hora). Es como hacer la casa por el tejado, pero se permite cuando el tipo que pone las tejas es un genio en lo suyo. Y el compositor fallecido ayer lo era.

El pasado año me sentí un friqui sacando billete de avión para ir a Madrid a ver uno de los dos conciertos que ofreció en la capital, donde dirigía orquesta sinfónica y coro en una gira que decían que era la última que daría, y en la que repasaba sus grandes éxitos. Ayer me sentí un afortunado. Allí, sobre el escenario, estaba aquel tipo con pinta de debilucho a cuyos compases sonaban los acordes que han marcado en gran medida mis recuerdos ante la gran pantalla. No digo que me sentí como el personaje de Cinema Paradiso cuando encuentra las cintas con los besos censurados. Pero sí como el protagonista de Érase una vez en América cuando recuerda la primera vez que vio a Deborah. O cuando Jill, en Hasta que llegó su hora, baja del tren y nadie la está esperando.

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