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En Estados Unidos existe una industria cinematográfica especializada en películas navideñas, todas con final feliz y una especie de milagro que convierte en real lo imposible. Docenas, centenares de películas, fabricadas especialmente para la televisión, aunque las pensadas para salas tampoco suelen escapar a ese embrujo navideño que por lo visto es capaz de convertir el agua en vino. Aparte de esa industria pensada para ambientar sus historias alrededor de la Navidad, que producen cintas al ritmo de una fábrica de galletas, desde que la publicidad neoyorkina vistió de rojo a Santa Claus, el milagro navideño aparece por todos lados, sea en películas infantiles o fantásticas del corte de Eduardo Manostijeras, Frozen, La bella y la bestia y gran parte de las producciones Disney, en musicales como White Christmas, en dramas románticos del tipo Algo para recordar o en obras maestras con moralina como la inevitable ¡Qué bello es vivir! El milagro siempre sucede en Navidad, y, of course, es en Nochebuena cuando el padre de las chicas de Mujercitas regresa de la guerra. El milagro está servido; eso sí, para norteamericanos blancos, cristianos y ciudadanos de orden.

Pero, claro, no vivimos en Estados Unidos, y encima somos latinos. Aquí el milagro se espera en la lotería del 22 de diciembre, en la Grossa catalana o en el supercupón de la Once, y aunque nos quieren vender el décimo con un calvo, un parado o una rubia extraterrestre, la personificación de Santa Claus viene a ser Doña Manolita. Llevamos ya una década desde que oficialmente comenzó la crisis, y el milagro inexplicable es que Rajoy siga en La Moncloa, que en un tiempo dicen que de gran bonanza turística, en Canarias siga habiendo más paro, salarios más bajos e índices de pobreza más escandalosos que en ninguna otra parte de España y de Europa. Resolver las listas de espera quirúrgica o el caos en las urgencias hospitalarias sería pedir, no un milagro, sino un simposio de santos milagreros, que alojaremos en nuestros grandes hoteles y reuniremos en nuestros espléndidos palacios de congresos para seguir haciendo caja.

El día 22, además, ya conoceremos los resultados reales de las elecciones catalanas, que seguramente no diferirán mucho de lo que se espera, y en este caso el milagro no es que sumen estos o los otros, sino que sean capaces de entender que si continúan agarrados a sus discursos estarán traicionando a quienes dicen representar. Un milagro es dar con el hueco en un callejón sin salida, y ya que todos los políticos de Cataluña, de Madrid y de toda España tienen asesores que les escriben los discursos, podrían contratar a guionistas norteamericanos de películas navideñas, a ver si a ellos se les ocurren otras situaciones que nos permitan vislumbrar una luz al final del túnel. Pedirles un final feliz sería demasiado pretencioso, bastaría con que fuese razonable.

Así que, me encomiendo a la industria norteamericana de películas navideñas para que se escriba el guion que contenga un milagro, y empecemos a ocuparnos de la gente, sus vidas, su salud, sus salarios, sus casas, sus pensiones y su bienestar. Y aunque Santa Claus vista con el uniforme publicitario de una marca de refrescos, tal vez detenga su trineo sobre nosotros y derrame un poco de sentido común y una escoba para barrer tanto encono como hemos creado. También podría ser el Niño-Dios, pero no acabo de fiarme de sus administradores. Ese es el Gordo de Navidad que necesitamos, una llamada a la serenidad y a la seriedad que nos ayude a entrar en el nuevo año con esperanza. Sé que es una ingenuidad, pero ojalá surja el milagro que nos traiga la concordia y una sociedad más justa. Y malditos sean quienes lo impidan. En todo caso, les deseo una Feliz Navidad.

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