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Donald Trump asusta. O, cuando menos, hace temer a los biempensantes. Su llegada a la Casa Blanca y sus tuits inquietan a las clases medias, a esos hogares que albergan un periódico en la mesa del salón, ven las noticias en televisión y hablan de política con cierta frecuencia en la sobremesa. Vamos, la gente informada a la que Trump causa miedo; y este siempre es una mera alerta que avisa de algo peligroso que puede pasar. Sin miedo, sin alguna dosis de miedo, seríamos unos osados o unos imprudentes. Pero esto es lo que tenemos y es así porque democráticamente lo han querido los estadounidenses (por mucho que el sistema electoral es el que es) y, por lo tanto, es muy legítimo. Si estuviéramos hablando del presidente de Nicaragua o Camerún nos sería (con perdón) indiferente, pero el que ocupa el Despacho Oval nos influye queramos o no.

De acuerdo, su elección es democrática e intachable. Pero no dejo de pensar qué tuvieron que sentir las personas razonables que asistieron a los líderes que emergieron a izquierda y derecha en la Europa de entreguerras. Sin duda, sería miedo y el tiempo les otorgó la razón. Los medios de comunicación eran diferentes, su cobertura mucho más reducida. Internet no existía. Y aquellos egos (Adolf Hitler, Benito Mussolini y compañía) llevaron al Viejo Continente a las ruinas. Por supuesto, también estaban los bolcheviques de 1917 que tampoco eran precisamente unos santos. Entre unos y otros, entre la exaltación ideológica de la derecha y de la izquierda, se cargaron las democracias liberales que, todo sea dicho, no eran perfectas.

Los lectores de periódico en Londres y París atendían lo que contaban los corresponsales desde Berlín. Tanto que estos electorados buscaron el apaciguamiento del nazismo con pactos que solo servían para ganar tiempo antes de que Hitler lanzara sus blindados. Se confirmaron los peores pronósticos. A buen seguro, hoy en día con respecto a Trump sería para tomar notar. Es un domador de masas. Sus pronunciamientos, en tan pocas palabras, dan la vuelta al mundo en un instante mientras agitan las emociones de las desconsoladas víctimas de la globalización y la deslocalización industrial; es decir, de los perdedores que ven cómo se ha esfumado (sin que nadie lo advirtiese) ese mundo de ayer que mecía en la bonanza.

En fin, tenemos Trump para rato. Al menos, para un mandato. Y en este periodo la política internacional puede dar numerosas sorpresas. Qué pensar si repite y la maldición populista perdura ocho años. El reino de la mentira, de la impostura. El poderío geopolítico al servicio del mago del espectáculo bendecido, eso sí, por la legitimidad democrática.

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