Hace 2.000 años un imperio mataba a los que creían en otro Dios y lo hacía en nombre de la civilización. Pura barbarie, pero lo aprobaban muchos. Hoy parece inimaginable. Varios cientos de años después, los herederos de aquellos masacrados ejecutaron, en nombre del mismo Dios, a mujeres que se salían de la norma y que tenían por brujas. Otra barbarie, también con muchos adeptos. Hoy, insisto en la misma idea, sería impensable.
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Hace nada, poco más de cien años, una activista en plena protesta acabó arrollada por un caballo en un hipódromo británico. ¿Qué pedía? Simplemente que las mujeres pudiesen votar. Entonces eso era como mentar al diablo, pero hoy en día a nadie mínimamente civilizado se le ocurriría poner en duda ese derecho. Pero hace mucho menos, casi antes de ayer, una ciudadana negra desató las iras de sus conciudadanos solo porque se negó a ceder su asiento en una guagua a un blanco en Estados Unidos. Hoy se nos antoja algo insólito, que tu color de piel te reste derechos.
Pues bien, me pregunto en qué lugar de la historia, de esta sucesión de barbaries y de avances, de abusos y de derechos, se reconocen los que todavía hoy discriminan a otra persona por razón de su orientación sexual, los que como Orbán, en Hungría, promueven iniciativas normativas para tratarlos como apestados sociales, y los que le jalean desde España. Se ha avanzado mucho, es verdad, pero también queda bastante. Ahora la táctica pasa por disfrazar la homofobia de fondo con una supuesta aversión a una ideología que no existe, la ideología LGTBI. Un señuelo para ocultar el problema de fondo, que no aceptan al gay o a la lesbiana. Me temo que aún pasará tiempo, pero créanlo, les tocará perder. A la vista está la historia.
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