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Las fiestas empiezan en La Atalaya de Santa Brígida con el solsticio de verano. Aunque el calendario cristiano las vincula a San Pedro, la tradición viene heredada. Lo primeros canarios celebraban sus festines «por fines de junio, cuando había acabado la sementera», según los escritos de Antonio Cedeño al comienzo de la nueva era. Y aunque todavía está sin datar el origen del poblado, hay una evidente concordancia histórica entre las crónicas y la tendencia local al jolgorio.
La construcción de un barrio completo en cuevas humanizó la montaña, que abrigó dos actividades sagradas, indispensables para la supervivencia. La agricultura, que aportaba alimentos siempre escasos, y la alfarería, que aún hoy conserva técnicas anteriores a la conquista. Expertos como la antropóloga Carmen Ascanio advierten de que La Atalaya «no es un lugar cualquiera», y Julio Cuenca Sanabria, desde el inicio de su intensa carrera de arqueólogo, sitúa sin dudas este poblado entre los primeros asentamientos de la isla. Sus habitantes aprendieron a convivir con el volcán de Bandama, y esa conexión la mantiene a sus 93 años Agustín el del fondo, que aún baja a diario a cuidar el cráter de su vida.
Las alfareras llegaron a nuestros días a duras penas. «Descalcita iba hasta la cumbre a buscar la leña», contó Antoñita La Rubia a finales del siglo XX. Hoy sólo constan dos jóvenes alfareros en los registros oficiales. Hace falta algo más que urgencia para inventar nuevas rutas de alfares y labranza. En una década todo será olvido, si las tradiciones no cunden en los colegios. La identidad se cultiva. Bastaría que niños y niñas aprendan a combinar cuatro elementos básicos de la vida. La tierra, el agua, el aire y el fuego. Esos son los cimientos del futuro.
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