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Buena parte de la ciudadanía española, jaleada por los medios de comunicación más influyentes, ha hecho suyo el mantra de la modélica Transición. Un mito fundacional de la historia de este país en el que, como sucede con todo mito, se falsea la realidad y, sobre todo, se la vuelve inmune a la crítica racional.

Ese gran cambio «de orden», como suele definirse por aquellos que no tienen a seres queridos enterrados en cunetas, supuso un tránsito «tranquilo» de la dictadura a la democracia. Bastó limpiar las instituciones cambiando los símbolos de algunos edificios (no de todos) y algunos términos, pero no a quienes los ocupaban, para que el cambio no resultara traumático.

Precisamente porque el cambio fue tan poco cambiante, tras cuarenta años España exhibe de continuo tics dictatoriales, como lo demuestran día tras días alcaldes y concejales al decirnos, hasta la náusea, qué queremos o, mejor dicho, qué deberíamos querer si no fuésemos eternos menores de edad. La palma nos la hemos llevado con la estrambótica comedia judicial del procés catalán, que convirtió en sedición lo que no era más que un caso de pueril desobediencia y, si acaso, una malversación de fondos públicos, delito este último que es deporte nacional en el país sin que, hasta la fecha, se haya armado tanto revuelo.

Para quienes siguieron con atención el juicio del procés, se vio hasta qué punto en España una simple desobediencia se convierte en delito de lesa humanidad. Recordemos las pintorescas descripciones con el que los miembros de los cuerpos y fuerzas de seguridad recordaban las miradas de odio y la temible trampa del Fairy. Ese juicio vino a demostrar que en España la separación de poderes es una burla, como ha venido a decir la sentencia del Tribunal de Justicia de la Unión Europea. En resumen: la justicia española quiere decidir quién adquiere y cómo la condición de diputado, enmendándole la plana, si procede, a quienes votan.

Para cualquiera que haya cursado el parvulario del liberalismo, son las urnas y no la simplonería de jurar esto o aquello lo que concede la representación, por tratarse del ejercicio de un derecho fundamental. Conceptos ambos, «derecho» y «fundamental», que se resisten a la dislexia de parte de la fiscalía española y de nuestra magistratura. A la justicia le corresponde decidir sobre la culpabilidad o inocencia, pero, en los países democráticos, eso también ha de hacerse con sujeción a la ley, de cuyo cumplimiento fiscales y magistrados tampoco están exentos. Como tampoco están obligados a preguntar por gilipolleces a las víctimas de violencia machista, dicho sea de paso.

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