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No me gustan los niños (¡que me detengan!). Miento, me gustan los de otras personas, pero con la condición indispensable de poder prescindir de su compañía cuando me plazca. La decisión de no tener hijos es algo que me tomo muy en serio a pesar de mi corta edad y casi me veo obligada a proclamarla en rebeldía ante los constantes «ya te llegará el instinto maternal» que no dejan de repetirme algunos allegados. En el tema de las mujeres y los hijos hay mucho machismo, indiscreción y osadía, y estoy cansada de esas preguntas impertinentes y prejuicios. Pero, con todo, no puedo siquiera imaginarme lo que debe suponer quedarse embarazada sin premeditación y verse obligada a tenerlo solo por miedo a terminar en la cárcel si no lo hago. O peor, a buscar mis propios medios para interrumpirlo poniendo en riesgo mi propia salud.

Dirán que es una mentalidad egoísta, que al abortar se matan vidas y proyectos de futuro. Y puede que ese óvulo inseminado llegue a ser el Steve Jobs del nuevo siglo y haga contribuciones asombrosas al mundo o puede que se convierta en una mala persona, asesina, pedófila o algo peor. ¿Cómo saberlo? Y, en cualquier caso, ¿por qué jugar a esa lotería? Son ejemplos extremistas, pero si se piensa detenidamente, no considero más egoísta privar a un nonato de un mundo en el que encontrará constante insatisfacción, enfermedades, contaminación y, según dónde le toque nacer, guerras, que darle la vida solamente para satisfacer unos principios morales occidentales y arcaicos. Unos principios que, además, resultan hipócritas teniendo en cuenta que existen supuestos lícitos para algunos pro-vida que no se manifiestan sobre el aborto en caso de riesgo para la madre o incluso temas éticamente relacionados como la inseminación artificial. Si la vida ocurre antes del nacimiento, ¿no deberían ser también reprochables estas prácticas donde algunos embriones nunca llegarán a nacer?

Lo cierto es que despenalizar el aborto no erosiona la fe de nadie, pero sí otorga el control a las mujeres sobre su cuerpo y sus creencias. Y no se trata solo de renunciar a tener un determinado estilo de vida para criar a un hijo, que no deja de ser una gran inversión de tiempo, esfuerzo y, sobre todo, dinero. Para mí, tener descendencia no tiene nada que ver con la generosidad ni el altruismo, sino con una idea egocéntrica que responde a una necesidad biológica –perpetuar nuestros genes–, aunque una vez se tiene, paradójicamente, se esté dispuesto a darlo todo por ella. Tampoco puedo saberlo, pero si voy a tener un jardín que no he pedido, al menos me gustaría elegir las flores.

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