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En los últimos tiempos, hay que pensárselo mucho antes de hablar, escribir e incluso vestirse con determinadas prendas o con según qué colores, porque inmediatamente aparece alguien que pone una etiqueta. Y suele hacerse de forma agresiva, porque llevar gorra, camiseta, sandalias, mochila o cualquier otra prenda determina para algunos (muchos) una especie definición de una persona. Pero es que la misma gorra, la misma camiseta o la misma mochila, puede hacer que unos decidan que alguien es un radical izquierdista, un fascista irredento o un cómodo integrado que lo hace cómplice que todo lo que a él le parece mal.

Si abres la boca o escribes una frase, puede ser peor. Y ya lo de las redes sociales empieza a desbordarse en la calle, y pudiera ser que simplemente por vestir como has vestido siempre alguien te coloque en una especie de tribu urbana que se decide a boleo, cada cual según su dislocado criterio, y así, entras en el saco de los acomodados, de los fascistas, de los renegados religiosos comecuras o de lo que sea, y eso llevando la misma cazadora, que por lo visto significa cosas distintas para según quién. Se está llegando a un nivel de intolerancia que debería preocupar, aunque quienes tienen capacidad para centrar la cabeza de la gente parecen empeñados en echar más leña al fuego.

Antes, ser español se limitaba a alegrarse cuando Iniesta marcaba en Sudáfrica el gol que otorgaba a España La Copa del Mundo de fútbol, y los que no eran futboleros se iban al cine o a hacer senderismo y no pasaba nada, incluso con quienes se declaraban frontales detractores del fútbol. Pero ahora no, ahora hay que ser, decir, pensar y hacer de una manera determinada, y solo de esa. El problema es que no se sabe con exactitud qué es lo que se espera de cada uno de nosotros. Los más viejos del lugar dicen que España es como el juego de las siete y media, que o no llegas, o te pasas, y otra vez surge la pregunta de cuál es la actitud, la palabras o las acciones requeridas.

Es evidente que hablamos de un imposible, porque no hay manera de encajar en todos los baremos que artificialmente se han ido construyendo. Y entonces se pone a funcionar el juicio, todo el mundo es fiscal y juez al mismo tiempo, y decide lo que mejor le parece sobre otra persona. Hablar o escribir es incurrir en alto riesgo. Opinar ya es un delirio. En determinado asunto, se debate, hay matices y ciertas diferencias incluso entre la gente que globalmente está en la misma línea. Esa era hasta ahora la riqueza de la confrontación de ideas, pero ya eso no vale, a las primeras de cambio vuelan los cuchillos, y la mayor parte de las veces ni siquiera hay argumentos en contra, se va a la persona, y surge la etiqueta: fascista, españolista, machista, unionista, separatista, stalinista, radical, xenófobo, perroflauta... Y aun queda la posibilidad de que caiga un “equidistante”, que es una palabra muy polivalente y que dice muy poco, porque no recuerdo haber estado a la misma distancia de ninguna idea confrontada con otra.

Por lo tanto, entramos en una época en la que las palabras, los gestos o los hechos parece que no tienen valor por sí mismos, sino que alcanzan por generación espontánea una especie de polisemia social por la que, da igual lo que se diga o se haga, los fiscales-jueces acusarán-sentenciarán lo que mejor les acomode con una reglas del juego que van cambiando a mitad del partido. Y esto tendría que hacernos pensar que ser demócrata (esa palabra que llena muchas bocas) es muy difícil, porque hay que contar siempre con el otro. Lo contrario puede ser cualquier cosa menos una democracia.

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