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Ya estamos en plena Nochebuena y hemos llegado casi sin darnos cuenta. Se solapan los anuncios de perfume con las noticias sobre la intervención de un tribunal europeo sobre un asunto de la justicia española, que unos interpretan con agua de mayo y otros como que se han abierto las puertas del infierno. Ya empiezan a cansar los vanos debates sobre, por ejemplo, la composición de los Belenes, que inciden sobre asuntos de igualdad sexual, raza, respeto a los animales o cualquier otro tema en el que siempre hay militancia a toda costa. Incluso sobre religión, que ya es el colmo cuando se trata de una tradición católica. Si aburre tanto debate estéril, los chistes y los memes que circulan por las redes sociales llevan el empalago a que ya ni siquiera los miremos, o los borremos directamente sin leerlos. He notado que la gente ha vuelto a dividirse, pero no exactamente en las dos Españas que decía Antonio Machado, sino en una pequeña parte muy combativa, rabiosa, manipuladora y cabreada, que a su vez se subdivide para mirarse en el espejo machadiano, que grita, maldice, acusa y berrea en tirio unos y en troyano otros (según gustos), y por otra parte una inmensa mayoría a la que le han quemado la capacidad de entusiasmo.

Hay una multitud que ha dimitido de casi todo y ya solo se interesa por aquello que afecte a su entorno o a cada cual personalmente. Ya la gente no se para en discutir, salvo en las redes sociales, que en muchos casos son avatares de personas que expresan ideas que nunca lanzarían con sus nombres y apellidos. Luego hay quien dice algo que sabe que podría montar el cirio, y se monta, pero ya no estamos seguros de si quienes desencadenan esas broncas sobre asuntos graves o nimios en Internet son personas que así piensan, amanuenses de empresas que se dedican a levantar liebres porque de rebote generan publicidad no declarada, o robots directamente. De tanto tensar la capacidad de apasionarse, se ha roto la cuerda y se ha generado la sociedad del tedio, y si hasta hace poco debatir sobre la composición de un Belén producía mucha adrenalina, ahora hay indiferencia o como mucho una leve sonrisa de compromiso para enviar la señal de que se sigue con vida.

La Navidad está empezando a ser parte de ese hastío. Según Karl Popper, no se puede prescindir de la tradición, pero que no podemos fiarnos de ella, frase muy brillante que al final sirve de poco, pero explica a su manera por qué La Navidad es una convención, que al cabo no es importante, ni tampoco lo es que la Nochebuena sea la cristianización de la fiesta pagana del solsticio de invierno. Lo importante es que en nuestro ámbito cultural hemos acordado hace siglos que esta noche nace un niño, pero no es un redentor; es el niño que todos llevamos dentro y que tenemos secuestrado. Es decir, debemos redimirnos a nosotros mismos, esperar que lo haga otro, además de egoísta, cómodo y entreguista, es inútil. Y es mentira que sea la noche del recuento de los que se han ido; no se pasa lista de los seres queridos que ya no están, porque se echan en falta todos los días del año. Ojalá esta noche dejemos libre al niño que somos todos y que no entiende de convenciones, solsticios, calendarios ni memoria, porque aun nada le ha pasado que pueda recordar, pero sabe todo sobre el amor, porque lo siente y lo expresa. Ese niño que ha de nacer esta noche no verá la luz en ningún pesebre, deberá aparecer en el espejo de nosotros mismos. Esa es lo que hoy quiero para mí y para todo el mundo.

Estas fechas se amarran a una tradición que va más allá de lo religioso y se ha implantado en la memoria social. Ojalá ese nacimiento que representamos sea el icono de un renacer de todos. Pedir paz parece demasiado en estos tiempos, pero hemos de ser utópicos, y hay que pensar en el camino hacia ella, porque paz no es la ausencia de guerra a secas; es mucho más, y pasa por encima de las vanidades y las mentiras que nos contamos cada día ignorando que la grandeza humana reside precisamente en nuestra pequeñez y fugacidad. La paz empieza en nosotros, siendo conscientes de la levedad humana ante la inmensidad del universo y lo efímero de la vida, un misterio que también celebramos esta noche con ese nacimiento de un niño que es, en fin, la vida.

Ojalá esta sociedad recupere la pasión por las cosas importantes, para no perdernos en un laberinto de naderías que, aunque algunas sean sobrevaloradas porque son “de toda la vida”, ya nos han advertido que tampoco podemos fiarnos de las tradiciones. No hay deseo mejor que querer para los demás lo mismo que para nosotros, y desde la buena fe poder caminar juntos hacia la luz que empieza a agrandarse cada día a partir del solsticio de invierno. Como dice la ranchera, mi deseo es que les vaya bonito.

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