Durante mi infancia y primera juventud hubo en Gáldar personas a las que veneraba ya no solo por su magisterio (revolucionarias pedagogías después descubiertas como de la Institución Libre de Enseñanza) sino, además, por el respeto a sus alumnos. Fue el caso, por ejemplo, de don José Sánchez, maestro de La Graduada, de quien aprendí el uso del diccionario y la gran estima a la famélica legión de cuarenta criaturitas de Dios, algunas de ellas solo con medio plátano escachado como desayuno… (Por cierto: las aulas mantenían puertas y ventanas abiertas incluso en días de congelantes fríos. ¿Quizás para combatir impactos olfativos por ausencia de jabonsuasto, enjuagues sobaquiles, gárgaras con agua de cilantro o simples remojones en las acequias?)
También mantengo el recuerdo -¡han pasado ya sesenta y tantos años!- de otro maestro y su encochinamiento con una debilitada y anémica criaturita: esta llamaba la atención con mataperrerías, ¡esmayaíta que estaba la pobre! Pero el profesor, mientras golpeaba con la regla las puntas de los dedos, convertidos los cinco en uno… según las normas de la pedagogía experimental de tales años, gritaba «¡Es que me vas a quitar del muuuundo!».
Pero no se lanzaba a los aires tal proclama solo en la aulas. La expresión sonaba mucho en Sardina del Norte (¡qué gran escuela de realismo social!), acaso porque su gente era sencilla. Así, cuando algún pescador llegaba con unos rones de más (patero, claro) a su habitáculo de las casas baratas discutía acaloradamente con la parienta. Esta usaba las armas cocineras y, entre plato y escudilla lanzados a la cabeza del enchispado gritaba «¡Me vas a quitar del mundo, hijolagranpuuuta, cachocabrooón!».
Aunque ese submundo, al día siguiente, reordenara quizás por elemental supervivencia su curso normal y la encontráramos en la playa orgullosamente satisfecha de la ciclópea labor de su hombre cuando llegaba con las barquillas llenas de sardinas tras varias caladas, incluso cerca de alta mar. La pobre mujer -siempre pensaba en sus hijos- cierra ojos y sentidos ante las situaciones anteriores y saca fuerzas de su propia debilidad para seguir la lucha diaria que ya marcaba por su rostro aún juvenil los surcos ensalitrados y definidores de la diaria tragedia.
Pero la frase, insisto, era las más de las veces la única salida que la víctima tenía para expresar agotamientos... cuando no su deseo natural de que la vida terminara en ese segundo para descansar de brutalidades, asperezas, desgracias, sufrimientos y malejones que iban entrando «por labocalestógamo y diban subiendo hasta el mismo gaznate, lo juro por mis muertos!». (¿De ahí el «Descanse en paz»?)
Hacía muchos años que no la escuchaba. Pero tiempo atrás en zona costera una madre se dirigió a su hijo de no más de cinco años y le soltó tal secuencia, palabras que para un crío de hoy, obviamente, nada significan. En el fondo yo era el involuntario causante del tremendo altercado entre ambos, pues el pobre enano había cogido una perreta cuando la vociferante mujer le negó un polo de menta como el que yo estaba mordiendo en ese momento.
El puñetero se plantó como se agarran los burgaos a las piedras y se negaba a caminar si no le satisfacían el capricho. La madre argumentó didácticas razones tal como había sabido por el pedagogo y estudioso infantil visitado años atrás, cuando el niño acompañaba a su extraña mirada ligeros gagueos a causa de «impresiones adquiridas en los tiernitos años» según el psicólogo de pago (después resultó que el crío era bizco): «Vas a almorzar ahora. Si te comes el polo no tendrás ganas para el potajito».
Pero el protagonista, impertérrito, seguía jodelón ante tales humanos y maternales razonamientos. A los pocos minutos la madre quiso pactar con él: «Cuando almuerces te compramos uno». (La estrategia de los pactos la había aprendido en un cursillo acelerado impartido por la sempiterna aspirante a presidenta del AMPA, la cual tenía sus estudios y todo.) El chiquillo, tal vez escaldado por anteriores promesas incumplidas, hacía oídos sordos. (Estuve a punto de esconderme en un charco, pero no me atrevía a moverme por si la madre me involucraba en la tragicomedia.)
En conclusión: cuando la señora soltó «¡Que me vas a quitar del muuundo!» con la fuerza volcánica que emergía desde las interioridades de adentro, un silencio sepulcral enmudeció incluso a la marea. El jodelón perro coñazo de playa, estupefacto, confundió su ladrido y esbozó un ligero «¡miauuuuu!» mientras salía por patas. Yo adelanté en mi imaginación la violencia del momento y el cachimbazo que la madre iba a propinarle al monifato a causa de tal comportamiento, impropio de un alumno ya experimentado en adaptaciones curriculares, tal era su historial.
Pero nuestro machanguillo, más austero que el hambre, miró con parsimonioso silencio a su madre y, de pronto, le soltó una frase que para mí recoge su alta capacidad de adaptación al medio: «¡Sí, mami!», dijo, «pero antes me compras el polo».
La pobre mujer me miró. Yo, en la rigidez facial recomendada para estos momentos, nada dije. Ella rompió a llorar; se abrazó al niño; lo apretó contra sí fuertemente y le dijo: «¡Siiií, mi amoooor, no voy a frustrar -juro que dijo 'frustrar'- tu tierna infancia! ¡Qué razón tenía el profe cuando me aclaró que eres un niño con capacidad y carácter y que no entras en las necesidades educativas especiales!». Y le compró el polo.
Pues bien. Todas, todes, todos, tod@s no solo consiguió el 'Sí es sí' tras su emperretamiento sino que, aun a sabiendas de las negativas consecuencias (beneficios penales y excarcelaciones), alardeó de su disparate y se tomó a coña (¡toleta y prepotente coña!) las cabreadísimas reacciones de la misma izquierda. Así, ochocientos condenados por violencia sexual vieron reducidas penas o abandonaron las prisiones. Y Ellos, ellas, ell@s elles terminó no solo con la paciencia de sus votantes sino que logró miles de votos para las fuerzas políticas ubicadas a la derecha-derechísima. Favor que PP y Voz les deben.
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