Otra muerte de un guardia civil
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El pasado martes la Muerte vuelve a actuar también en carretera, también en la persona de un guardia civil de casi 45 años, también durante el ejercicio de su responsabilidad profesionalNecesitas ser registrado para acceder a esta funcionalidad.
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Junio de 2019. Algunos medios difundieron -breve nota- la noticia: Fermín Cabezas González, de 45 años, agente de la Guardia Civil de Tráfico, persigue a un coche cargado de droga que se había saltado el control policial. Su moto roza con un camión, derrapa y el conductor muere a consecuencia de las heridas. Deja mujer e hijo. Los ocupantes del turismo («posiblemente magrebís», como si la raza marcara) fueron detenidos.
Varios políticos muestran sus condolencias por las redes: reconocen (presidente del Gobierno) el trabajo de todos y les agradecen que arriesguen «su vida cada día por nuestra seguridad y en la lucha contra el crimen». Sin embargo no van más allá del normal protocolo (el señor Casado, presidente del Partido Popular, termina su mensaje con «descanse en paz», como si la vida del agente hubiera sido el infierno y la muerte su liberación. Porque descansa en paz quien no fue feliz a lo largo de su vida o padeció intensamente durante la etapa final). Tal escribí el día 22 de aquel mes y año, pues esperaba algo más de quienes representan la voluntad ciudadana: fuera de formalidades, el guardia civil se lo merecía.
El pasado martes la Muerte vuelve a actuar también en carretera, también en la persona de un guardia civil de casi 45 años, también durante el ejercicio de su responsabilidad profesional: como miembro de la Unidad de Seguridad Ciudadana velaba junto a otros compañeros -dos de los cuales resultaron heridos- para evitar la entrada de vehículos en algún municipio ovetense, vedado perimetralmente a causa de la pandemia.
Es decir, agentes expuestos en beneficio de la comunidad a la cual debían proteger. (El conductor de la furgoneta que los arrolló, ¿no vio el control? ¿Perdió el dominio del vehículo? ¿Pretendió saltarse la barrera de seguridad? Un periódico apostilla: «El suceso resulta del todo extraño porque se produjo en una zona en la que hay una leve subida». Otro añade al final: «Los investigadores tendrán que aclarar ahora la velocidad a la que circulaba».)
La muerte en acto de servicio del guardia civil y las heridas producidas a los otros impactan, claro, porque son inmediata consecuencia de su labor en provecho ajeno (la Justicia concluirá la directa -quizás violenta e intencionada- o indirecta responsabilidad del conductor -acaso despiste, tardía reacción, exceso de velocidad...-). Pero sea cual fuere la conclusión oficial, por el momento solo hay una realidad: la mujer y sus hijos han perdido al marido y padre mientras este cumplía rigurosamente las disposiciones emanadas sobre el cierre.
La Guardia Civil de hoy (como institución humana tiene también naturales desajustes e inapropiados comportamientos de algunos) ya no es la de cincuenta años atrás (una noche lagunera de 1970 surgieron de las sombras dos uniformados, metralleta en mano, charol reluciente, correaje y adustos rostros mientras uno gritó «¡No se muevan!». Fue en la plaza de San Honorato. Por supuesto, no nos movimos: ¡estábamos petrificados!)
Ni mucho menos la de hace siete decenios. Leo una novela (El cementerio alemán) ambientada en la Extremadura -Las Hurdes- de los años cincuenta, siglo pasado. Su autor, Miguel Marcos Martín, es un -para mí- desconocido profesor de Bachillerato. Su protagonista (desde la limitada perspectiva impuesta por la primera persona, visión exclusiva de la narradora) entra en la intimidad de Pueblo Viejo cuya secular tradición feudal se mantiene incluso tras la muerte de Franco. Candela, profesora, describe minuciosamente el poder de su abuela ya no solo sobre el municipio sino, incluso, más allá, lindando con la frontera salmantina.
¿De dónde le llega tal autoridad sobre gente común, autoridades, director de la cárcel e incluso el obispo? Había regresado a Las Hurdes durante la Segunda República con su marido, oficial de la Guardia Civil destinado como jefe del cuartel y rebelde frente al Gobierno constitucional de 1936. Ambos, desde el bando vencedor y sin escrúpulos, aprovecharon la autoridad conferida y, poco a poco, crean el imperio a base de explotaciones obreras, falsificaciones de documentos, chantajes e imposición del marido: «Eso hacía que más de uno diera el visto bueno con tal de evitar pasar una noche en compañía de los rufianes, y no me refiero a los presos, sino a los mismo guardias».
Tal era la influencia de la viuda que logró la detención por guardias civiles de Vicente, pareja de su hija: lo responsabilizarán «de cualquier cosa, asesinato, robo...». Fue encarcelado sin pruebas. Por tanto, surge una nueva idea para la reclusión definitiva: si lo acusan de activista político entraría en el calabozo inmediatamente («En esto tanto su esposo como yo fuimos auténticos expertos durante la Guerra Civil», brillante idea del comandante de la Guardia Civil de Durango, compañero de academia del anterior, a quien la señora había recurrido). Condenado a treinta años de cárcel, el largo brazo de la mujer consigue que el detenido aparezca ahorcado en su celda (¿asesinato?), psicológicamente destrozado y físicamente destruido.
Sí, los argumentos anteriores -personal y literario- hoy solo son eso, reminiscencias de un pasado ya lejano extrañas a los momentos actuales. Porque la Guardia Civil dejó de ser la represora de San Honorato o de las páginas novelescas para convertirse en una institución formada y educada en principios y valores constitucionales (no es extraño encontrar a licenciados universitarios entre las nuevas promociones).
Especializada en varias ramas de investigación, doy fe de cómo los agentes de UCO con quienes estuve charlando en profundidad un par de años atrás -las preguntas las puse yo y no estaban pactadas- tienen muy claras las reglas: «Hemos de tener absoluta seguridad e irrefutables pruebas del hipotético delito. Está en juego la honorabilidad del ciudadano. De ahí, a veces, el lento paso del tiempo en las investigaciones».
(Además, la Guardia Civil investiga, lleva también ante la Justicia a oficiales, jefes..: el exgeneral Galindo, el más laureado en la lucha contra ETA, perdió oficialmente su condición de miembro de la Guardia Civil en 2002.) Los años, por suerte, la han transformado. Hoy sirve a la Constitución.
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