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Definir qué es ser español resulta complicado, aunque no creo que más que ser polaco, chipriota o boliviano. Cuando alguien se hace en voz alta esta pregunta, las voces inmisericordes de las cofradías que tienen una idea de España -y solo una, la suya-, se alzan hasta enronquecer como una blasfemia. En realidad, ser de alguna parte es una circunstancia aleatoria, porque la única nacionalidad indestructible de cualquier ser humano es la de terrícola, y ya hablaremos de humanos selenitas o marcianos cuando se establezcan posibles poblaciones fuera de nuestro planeta. De momento, solo hay una casa común, y el resto es la gran metáfora de la torre de Babel, en la que las lenguas y todo lo demás se confunden, no por designio de un dios bíblico sino por la torpeza, la avaricia y la crueldad de los propios humanos.

Me gustaría poder decirlo en una frase, pero no tengo claro qué es España, qué significa ser español y cuáles son sus rasgos esenciales para establecer similitudes o diferencias. Hablo una lengua que en la práctica es parecida a la que hablan en Albacete, pero se parece más a la que hablan en Hispanoamérica, aunque dependan técnicamente de la misma gramática; por el contrario, soy isleño como la gente de Madeira o Sicilia, y en ese aspecto tengo más en común que con los albaceteños que hablan mi misma lengua. Resulta que, al final, que yo sea español es una chiripa, porque, estando donde estamos en el mapa, lo mismo podríamos haber sido portugueses, británicos, holandeses o marroquíes si don Diego Perestelo, Van del Doez, Nelson o Ben Farrouk hubieran conseguido sus propósitos. Incluso podríamos haber sido franceses, como los de las islas de La Reunión, o asociados a Estados Unidos como los portorriqueños si hubieran fraguado algunas conspiraciones después de la Guerra de Cuba o la II Guerra Mundial.

En cualquier caso, seguiríamos siendo seres humanos, que nos entenderíamos en otra lengua, en dos o vaya usted a saber. Por eso me quedo en blanco cuando se habla de la esencia de la españolidad, que por mucho que queramos no está en el pasodoble, en necrófilos himnos castrenses o en una bandera, que pudo ser diferente en razón de los gustos de quienes decidieron escoger unos colores y desechar otros. Además, para un sector de los españoles a ultranza, serlo determina una moral concreta, unas prácticas sociales prohibidas u obligatorias y todo un panel de condiciones que abruman. La patria es un ente supremo que no se sabe muy bien qué simboliza, dónde empieza y dónde acaba. Es decir, la idea única de una España predibujada y uniforme elimina cualquier otra idea para la convivencia, y en la práctica deja fuera a quienes piensan diferente. Para eso está la democracia, que es la que se construye con votos, pero también con diálogo y respeto a unos y a otros aunque en un momento concreto o siempre sean minoría. El vicio de que las mayorías absolutas parlamentarias funcionen como un rodillo es la demostración de que la democracia no debiera terminar cuando se gana una votación.

Después de los resultados electorales del domingo, hay opiniones diversas; y es lo normal en una sociedad democrática, pero opinar no es desautorizar a los demás. Solo oímos los mantras de cada formación política, que sus elegidos en las urnas siguen como corderitos, con lo que parece que da igual a quien elijas, pues solo se vota el color de la camiseta. Donde vemos disparidad de criterios, un parlamento atomizado y otras definiciones que circulan sin clemencia, deberíamos ver 350 escaños ocupados por otras tantas personas que tiene una responsabilidad ética con el cuerpo electoral, con quienes no votan debido a su edad, y con el conjunto de eso que llaman Estado y otros España. Cada acta del Congreso es una delegación de la ciudadanía para que se trabaje por el bien común. De esa manera sí que podría empezar a entenderse qué es España, aunque el concepto tenga significados evolutivos con los tiempos.

Así que, yo no quiero imponer mi idea de Estado al resto de la gente, he votado y espero que las personas en quienes he delegado se entiendan con las otras que han sido mandatadas por votantes de otras ideas. Entendiendo esta pluralidad de pensamiento con el respeto y el diálogo a otras maneras de pensar es como avanzan las sociedades. No puede haber prosperidad colectiva cuando lo primordial son las banderas, los himnos y el propósito de destruir a quienes piensan distinto. Ahora mismo, quien se haya hecho acreedor por las urnas de un acta en el Congreso tiene la responsabilidad de servir a la sociedad en su conjunto, y para eso es necesario mirar más alto.

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