La mirada del cronista: Alonso Quesada
En los textos de Alonso Quesada, periodísticos, en prosa o en verso, aparece perfectamente esbozada el alma de esa Gran Canaria que despertaba a un nuevo siglo
Cuántas veces nos preguntamos cuál ha sido y cuál es hoy el papel de un cronista, e incluso ¿qué es ser un cronista? Se recurre a una historia larga, que hunde sus raíces en tiempos inmemoriales, pero que también cuaja en el papel jugado por los cronistas medievales, atentos siempre al devenir de sus señores o de los monarcas, sin olvidar en España a la 'Crónica bizantina-arábiga', o a la 'Crónica mozárabe', que dejaron un rastro indeleble, como más tarde a los ineludibles «cronistas de Indias», que intentaban transmitir con fidelidad a los reyes lo que ocurría en las tierras del 'nuevo mundo', y convirtieron sus relatos en la esencia de un momento crucial, de un orbe cambiante entre culturas diversas y sentimientos disímiles. Y luego los denominados cronistas oficiales locales, que aun hoy intentan ejercer sus cometidos con voluntad e insistente esfuerzo. Pero sigue en el aire la reflexión ¿Cuáles han sido y pueden ser ahora esas tareas?
Esta es una reflexión que se presenta ante la obra de personajes que, sin ser lo que usualmente se conoce como un cronista de corte, en la antigüedad, o un cronista oficial desde el XIX a la actualidad, han dejado un verdadero rastro de un acontecer que se «observa en el orden de los tiempos», como apunta el DRAE, aunque esta idea queda un tanto oscura. Es verdad que la crónica se asienta sobre «un ámbito concreto de la vida social durante un periodo cronológico breve o dilatado», y que, si se trata de una definición que se ajusta al terreno del periodismo, la crónica, en la idea transmitida por el profesor Martínez Albertos, «es la narración de una noticia con ciertos elementos valorativos, que siempre deben ser secundarios respecto al relato del hecho que la origina», aunque también existe un componente importante para entender el cometido de una crónica periodística, como es que ofrezca «una continuidad en el tema, en el autor y en el emplazamiento dentro de un medio informativo», como señala Antonio López de Zuazo en su 'Diccionario del Periodismo' (1977).
La crónica, que deambula entre el periodismo y la literatura -otro perenne debate que, ante las formas más novedosas de la información, se recrudece día a día-, ha requerido de elementos básicos como ese tiempo concreto referido a un ámbito determinado, como un deambular entre la narración y la información, como una mirada personal que no trasgreda la objetividad, o como un autor que es testigo de lo que acontece, aunque ese 'ser testigo' se pueda dar de diversas formas y en distintas circunstancias. Pérez Galdós no estuvo en Trafalgar, indudablemente, pero, con el primero de sus episodios nacionales, dejó la que quizá sea la mejor crónica de aquel acontecimiento naval, y que fue el ¡único libro sobre esta batalla durante años! A nadie se le oculta que, con esa serie de episodios que se refieren a un tiempo y un ámbito determinados, a unos hechos donde la narración deambula entre el rastro de la información recabada y la mirada personal novelada, y añadida al conjunto de su obra literaria, se considere a Benito Pérez Galdós como el gran cronista de la España del siglo XIX.
Esta mirada a la crónica periodística, que también se carga de valores trascendentes para la literatura, lleva indudablemente a autores que hicieron de ella un género ineludible para conocer y entender mejor un tiempo y una sociedad tan determinada como la de aquella Gran Canaria de finales del siglo XIX y comienzos del XX, que, anclada en un oneroso pasado de varios siglos donde casi nada mutó, entonces buscaba, a la luz del progreso económico y las oportunidades que le traían elementos como un comercio que avanzaba amparado en la Ley de Puertos Francos, la inauguración de un gran puerto que conllevaba un fuerte despertar a lo cosmopolita y a la globalización, o el tímido desarrollo de la oferta educativa, una modernización a todos los niveles que asegurara el porvenir de la isla en un mundo que se veía convulso y difícil, ante el que era necesario un cambio de mentalidades.
En ese ámbito y en ese tiempo, tras casi cincuenta años de los primeros pasos del periodismo insular, desde aquel premonitorio 'El Porvenir de Canarias' aparecido el 10 de octubre de 1852, que abrió sus páginas a la literatura pues la edición de libros era aún difícil en la isla, donde la crónica cobra un temple y un asiento destacado y novedoso con figuras distintas y diversas como Domingo Doreste Fray Lesco, Jorde (José Suárez Falcón) o Francisco González Díaz, en el orbe del concepto más sincrético de todo lo que se ha considerado sobre la crónica, desde la mirada periodística o la literaria, aparecen las crónicas quesadianas, que si Gabriel Miró las consideró «de una elegancia y de una ironía luminosísimas», Miguel de Unamuno, en su prólogo al 'Lino de los sueños' (1915) entiende al propio Alonso Quesada, a las circunstancias de su vida, como una crónica de esa isla que él miraba y describía, al señalarle como: «Estos cantos te vienen de una de las islas a las que se llamó, no sé por qué, afortunadas; pero donde muchos, muchos, viven en la bendita pobreza de su casa, de comida humilde, bajo la sonrisa triste de la madre, y ganándose el pan trabajando para el extranjero. Estos cantos te vienen de una tierra donde apenas llueve, seca y ardiente; pero donde se sueña, esperando a la esperanza. ¡Que es esperar! ...». Y su coetáneo Jorde, que tanta admiración y afecto amical siempre le mostró, acentuaba que «como periodista, bien pronto logró destacar su personalidad de escritor culto y de mérito, con originales puntos de vista. Escribiendo en serio o en broma, verso o prosa, era inconfundible, era quien era: un admirable y fértil ingenio».
En los textos de Alonso Quesada, periodísticos, en prosa o en verso, aparece perfectamente esbozada el alma de esa Gran Canaria que despertaba a un nuevo siglo, casi a un nuevo mundo en el siglo XX. Pero esa crónica de un modo de ser y sentir isleño, su capacidad para trazarla, se percibe, se intuye, se atrapa, en sus ojos, en la perspicacia de una mirada profunda, abstraída para ser capaz de entender, en toda su honda trascendencia, la realidad del mundo convulso que le rodeaba. Se pueden reunir los retratos, algunos magníficos primeros planos, que le hicieron a lo largo de su corta existencia, como las fotografías que le muestran junto a sus ineludibles compañeros de letras, y encontrar en ellos la génesis de sus crónicas, en prosa o en verso, en esa mirada que es, dicho con sus propios versos «como la claridad de aquellos ojos / cuando se abrían por mirar lo amado...». Una mirada que dirigió al mar y a la ciudad desde sus oficinas portuarias, el edificio de la Elder o del Banco British y la Junta de Obras del Puerto, desde la agaetera playa de Las Nieves o la de Triana por San Telmo. Unos ojos que brillaron al recorrer la Alameda, la Plazuela y la calle Mayor, que buscaron la redacción de sus periódicos, 'Ecos' y 'El Liberal' por la calle Mesa de León, la de 'El Tribuno' por El Terrero, o la del 'Diario de Las Palmas' por la calle Buenos Aires esquina a Pérez Galdós, pues esta era entonces la antena de la modernidad, la 'red social' que impulsaba el camino al futuro. «Todos trabajan menos yo, que miro». Y en ese mirar hasta sus versos se hacen crónica de lo habitual, del carnaval, de los ingleses en sus oficinas, de la fiesta por San Telmo, de la playa, los barcos y hasta de una «alabanza de lo cotidiano»
Alonso Quesada, Rafael Romero Quesada (1886 -1925), cien años después de su muerte, un 4 de septiembre, se alza como el gran cronista de la Gran Canaria en los márgenes de aquel tiempo finisecular, con su patente capacidad «para capturar la esencia humana y los aspectos sociales, culturales y emocionales» que rodeaban el entorno social bullicioso y multicultural de entonces. De esa isla donde, como él mismo percibió, «después de estas visitas de extranjeros marinos, que se celebran con bailes, verbenas y recepciones a bordo, suele quedar en la ciudad como una sonrisa flotante de simpatía. La ciudad parece una cara de esas sonrientes que hacen cortesías entornando los ojos, todo con esa línea melódica, que embriaga vagamente».