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Una maestra, en su clase, en el inicio de este nuevo curso. EFE
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Gaumet Florido

Las Palmas de Gran Canaria

Martes, 13 de septiembre 2022, 21:47

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Uno solo es el producto de sus genes. O de su contexto familiar y social, de su situación económica o del lugar del mundo en el que nace. Todo eso influye, es evidente. A menudo olvidamos que somos también un producto de nuestros maestros, los de la infancia y la preadolescencia, aquellos que ponen de su parte para despejar caminos de conocimiento en personas aún en formación.

Si son buenos y se implican, dejan una huella tan imborrable en sus alumnos que traspasa los límites de lo que sería un simple buen recuerdo. Ayudan a poner los cimientos de vidas en construcción y eso es clave. Por eso creo que hoy no se les da el papel que se merecen.

De entrada, los gestores de la cosa pública no se lo ponen fácil. Les usan, a ellos y a su cometido, a la educación, para medirse en pulsos estériles de los que solo sacan rédito los partidos políticos. Cada vez son más las familias que han dejado de ser sus aliados. Los miran con recelo, cuando no con sospecha. Y luego quedan los críos, armados con la omnipotencia que creen que les confieren los móviles y montados en los tronos imperiales que les construyen sus padres.

Con esos mimbres trabajan muchos maestros de hoy, casi en terreno hostil. Por suerte, esta es una profesión vocacional y estos trabajadores vencen estas y otras dificultades con cierta solvencia. A la mayoría les mueve una responsabilidad social que ya la quisieran otros muchos colectivos. Y es probable que sea precisamente esa conciencia su principal escudo ante las adversidades. Cuando gestores, familias o niños les viran la cara, no solo pierden los maestros. Pierde la sociedad entera.

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