¡Sorpresa!
Últimamente pasa algo curioso: no solo la ciudadanía, también muchos líderes y lideresas de opinión se sorprenden ante el mal estado de los servicios públicos ... . De pronto, salta a los medios que Las Palmas de Gran Canaria está sucia. Que los cribados contra el cáncer de mama no llegan a todas las mujeres que deberían pasar por ellos. Que las pulseras telemáticas para maltratadores, gestionadas por una empresa privada, no funcionan como deberían. Que el Parque Blanco fue cerrado por las obras de la MetroGuagua, y ni hay parque ni hay MetroGuagua, años después.
Sorprende esa sorpresa. Porque en general seguimos sin hacer algo tan simple como unir los puntos.
Tras la brutal crisis de 2008, se tomó una decisión silenciosa pero trascendental: no reponer los puestos de trabajo en el sector público. Por cada jubilación, una plaza amortizada. Se recortó todo gasto que implicara continuidad —como el de personal— y, en cambio, se permitió sin escándalo que se destinaran ocho millones al carnaval o cien millones a «tunear» un estadio de fútbol para un equipo de Segunda División. Al fin y al cabo, son gastos puntuales. No comprometen estructuras. No obligan a contratar médicos, trabajadores sociales ni auxiliares de geriatría. Nada que ver con abrir, por ejemplo, una residencia de mayores: eso implica plantilla, mantenimiento, servicios.
Quince años después, el deterioro es evidente. Conseguir una cita con un especialista es un pequeño triunfo. Una resonancia, casi una utopía. Llegar a fin de mes con holgura o que la juventud se emancipe sin ayuda económica familiar es, directamente, ciencia ficción.
Y ante este panorama, más jolgorio. Es lo único en lo que el gasto público parece no tener freno. Esa es, quizá, nuestra condena: que la población se moviliza por la fiesta, pero no por los servicios públicos. Hasta que le toca.
Y entonces, claro, viene la sorpresa.
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