La operación Incubo y 18 Lovas no se explican solo por los proxenetas que engañaban a chicas menores para explotarlas sexualmente. Son también el ... espejo de una sociedad en la que muchos siguen creyendo que las hijas de los demás pueden violarse y prostituirse, pero las propias no.
No se trata solo de quién las captaba o drogaba. También de quién las compraba. De quienes pagaban por violar a una adolescente vulnerable a sabiendas.
Hay que recordar el caso de Gisele Pelicot: el marido era el principal culpable, pero necesitaba a todos los hombres que se turnaban para violarla mientras ella estaba drogada. Cada uno de ellos la agredió también a sabiendas de que era vulnerable.
La cultura de la violación tiene un solo relato: los cuerpos de las mujeres, incluso los de las niñas, están ahí para el deseo ajeno. Y esa idea se filtra, se normaliza, se convierte en norma. Una cultura que diferencia entre «las mías» y «las otras», que convierte a las menores en un producto y a los hombres en consumidores sin culpa.
Por eso, cuando se desmantela una red como Incubo o 18 Lovas, la pregunta no es solo cuántos proxenetas serán juzgados, sino cuántos clientes seguirán impunes. Porque la corrupción de menores nace en la educación sentimental y sexual que legitima pagar por el cuerpo de una niña o una joven.
Acabar con esa cultura es una urgencia. Y para ello es necesario no solo el trabajo de las fuerzas de seguridad y cuerpos del Estado, no solo de jueces y juezas, y no solo de la administración, que no estuvo vigilante con menores que tenía a su cargo. También es necesario el de todas las personas que no crean que las mujeres y las niñas son mercancía cuyos cuerpos se compran y se venden.
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