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Los dos enfermedades endémicas de España

Jueves, 1 de enero 1970

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Supongo que nada nuevo descubro al decir que las nuevas elecciones convocadas para el 10 de noviembre no invitan al optimismo. Me temo que las listas electorales no van a variar gran cosa de las del 28 de abril, y desde luego los líderes son los mismos. Tal vez consigan investir un Presidente de Gobierno, pero eso tampoco es una garantía de resolución de los problemas que nos acucian, porque las personas que van protagonizar el poder y la oposición -da igual cuáles- han demostrado que carecen de la talla mínima indispensable para organizar un estado. Aparte de su escasa argumentación política, más allá de frases hechas y mantras obsesivos, han dejado claro que no se puede confiar en ninguno de ellos, por su pobre valía y por la mala fe que han exhibido con insistencia hasta cansarnos.

Como ya es hacer llover sobre mojado y se nos echa encima mes y medio de bronca insustancial con las mismas cantinelas ya mil veces repetidas desde 2105, prefiero comentar algunos detalles que en realidad son las columnas del edificio que todos parecen empeñados en permitir que se derrumbe, porque en realidad no quieren derribarlo porque piensan que se puede seguir así indefinidamente, pero la historia nos dice que cuando las estructuras se van pudriendo por falta de mantenimiento, al final el edificio colapsa; de manera que, no dinamizar un estado democrático equivale a propiciar su voladura a cámara lenta. Y puede que no tan lenta, eso nunca se sabe, porque ya es una sentencia histórica acuñada hace siglos que lo que no sucede en años puede ocurrir en unos pocos días. Es decir, están jugando con fuego, unos por ignorancia y otros porque creen poder pescar en río revuelto: lo que no valoran es que, si el río viene muy crecido, también se llevará por delante a los pescadores.

España tiene desde hace varios siglos dos problemas que, lejos de intentar resolver de una vez por todas, las clases dirigentes se empeñan en reproducir y alimentar. Me refiero al caciquismo y al nacionalismo. El primero viene desde la época feudal, que se fue vistiendo de domingo con el paso de los siglos y tomó distintas formas en el siglo XIX, con el sistema canovista de la Restauración, y que luego se fue metaforseando durante el pasado siglo con el vestuario del capitalismo y llega a nuestro días con la cara lavada pero más cruel que nunca. Por lo tanto, sobra explicar algo que es muy evidente y que sufre la inmensa mayoría de la población, si bien, en determinados territorios como Canarias, el caciquismo del siglo XXI ni siquiera se ha molestado en cambiar de aspecto, pues se presenta con formas muy parecidas a las del pasado.

Y luego está el nacionalismo; mejor dicho, los nacionalismos, pues en España los hay de dos tipos, el centrípeto y el centrífugo, los que quieren una España uniforme y sin diferencias y los que quieren salirse del juego. Ah bueno, y hay un tercer nacionalismo, el canario, cuyas características iba a comentar pero no lo hago porque me da la risa. Los dos primeros nacionalismos, junto al caciquismo y otros poderes supuestamente morales, son los que los que han impedido -y quieren seguir haciéndolo- que España sea un estado fuerte con peso en este planeta. Como a ellos les va muy bien, no les interesa que haya cambios. Y encima se confunden las palabras, los conceptos y los propósitos, porque, hasta donde yo sé, ser nacionalista de izquierdas es una contradicción flagrante. Pero los hay que así se proclaman, y al final les hacen el juego al caciquismo de siempre, y ejemplos claros tenemos muy cerca cuando ICAN y los nacionalista asamblearios entraron en lo que se dio en llamar Coalición Canaria. También ha pasado en Euskadi y ahora en Cataluña con la CUP y hasta con Ezquerra, que les siguen el juego a quienes, si alguna vez lograran la independencia, lo primero que harían sería tratar de liquidarlos. Pero no se dan cuenta de que tanto detrás del nacionalismo español como del catalán (también del vasco) está la voracidad caciquil.

Otro punto que habría que aclarar es lo de la autodeterminación. Tratar de incluir Cataluña en las resoluciones de la ONU es jugar a la demagogia, porque la libre determinación de los pueblos se enmarca en los procesos de descolonización de hace 60 años, cuando todavía quedaban en África y Asia unas colonias explotadas y empobrecidas por la metrópoli. No son los casos de Cataluña o Euskadi, que están en el podio de los niveles de vida y de riqueza de toda España. Por supuesto que puede hablarse de secesión, pero no en el juego de víctimas y verdugos que ambos nacionalismos, el español y el catalán, se empeñan en alentar. Pero usar el término autodeterminación infiere que quien quiere separarse toma el papel de víctima explotada. El camino tendría que ser otro. Por supuesto, eso es como nombrar al diablo para el nacionalismo español; pero no nos engañemos, también para el catalán, a quien una fiscalía durísima y un Puigdemont fugitivo representando el papel de exiliado le viene muy bien. Una sentencia suave a los acusados del Procés arrebataría a los independentistas su rol de perseguidos por sus ideas.

Seguimos preguntándonos si el Parlamento que salga de las elecciones del 10N va a afrontar este asunto capital. Si no salimos de esta noria poco podrá hacerse en las otras muchas urgencias que nos amenazan. Tal vez se produzca un milagro y vean la luz, aunque solo sea porque los más listos se percaten de que el edificio puede desplomarse. Ya dije que no soy optimisma, pero como dicen que la esperanza es lo último que se pierde, quiero consumir en la posibilidad de ese milagro la poca que me queda. Ojalá.

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