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En plena amenaza de la oleada de gripe invernal, se suceden los comentarios y las conversaciones sobre el uso de los antibióticos, la dicotomía de guardar reposo o mantenerse activo, la confusión de gripe con resfriado... Aunque ahora con Internet la cosa se ha disparado, siempre ha habido quien lanzara teorías médicas, ensalzando a los curanderos, a la ciencia, a ambos o a ninguno porque hay quien piensa que “es lo que está de Dios”. Últimamente se ha sacralizado al cuñado como elemento de chiste, pero siempre ha habido cuñados, primos, la tía Secundina y “uno que conocí hace años y me dijo...” Independientemente de si ha estudiado medicina, ha sido bendecido desde otra dimensión con la ciencia infusa de la sanación o simplemente es alguien que no puede decir “no lo sé”, el caso es que siempre tenemos cerca algún ser de sabiduría infinita no demostrada dispuesto a darnos un consejo médico.

Pero lo terrible no es que abunden dichos especímenes, sino que hay gente que les hace caso, y la conclusión a la que llegan siempre es que cualquiera puede ejercer la medicina, porque se trata solo de prescribir pruebas, y, claro, “médicos, los de antes”. Y escuchamos continuamente los relatos de alguien a quien le recetaron antiinflamatorios pero no se los tomó porque un amigo le dijo que le iban a destrozar el estómago; o del que tenía una bronquitis muy seria pero no se hizo el tratamiento completo de antibióticos porque su primo Juan Nepomuceno le dijo que dejara de hacerlo desde que le bajase la fiebre. Total, que no hubo cura de la inflamación de uno y el segundo recayó a lo bestia porque no se completó el proceso; pero claro, la culpa es de los médicos, que ya no son lo que eran.

Un clásico que se repite con diversas variantes es el de aquel que tiene una enfermedad bastante seria y acude a una consulta médica especializada; el doctor, después de haber precisado su mal, valiéndose de las pruebas diagnósticas que ordena el protocolo, le prescribe un tratamiento compuesto de varios medicamentos durante una semana, y que volviese para hacer el seguimiento. Transcurrido el período establecido, el paciente se persona en la consulta y le refiere que se encuentra peor, realidad que comprueba el galeno en su examen. Extrañado de que el tratamiento al uso no hubiera hecho el menor efecto, antes al contrario, el médico pregunta al enfermo por la manera en que se lo ha administrado, por si se hubiera cometido algún error. Las pastillas rojas no se las tomó porque el taxista le dijo que a un tío suyo le habían provocado una embolia, las blancas tampoco porque su mujer le dijo que ella se las tomó hace años y le daban dolor de cabeza, y de los siete viales que debía inyectarse solo se puso los dos primeros porque el ATS de su ambulatorio era demasiado joven y no se fiaba de su pericia. Por supuesto, había empeorado por culpa del médico, como si la medicación fuese un entretenimiento.

Luego siempre hay alguien que te dice que los médicos, incluso los mejores, cometen errores, y que pacientes célebres en manos de eminentes doctores han fallecido “y eso que tenía mucho dinero y era quien era”. Pues sí, siempre hay un margen de error en toda actividad humana, pero yo sigo creyendo más en profesionales de la medicina que han estudiado una larga carrera, se actualizan continuamente, tienen años de especialidad y una experiencia contrastada. Aun así, son humanos, y puede equivocarse, y en casos muy complejos y de gravedad es lícito y hasta aconsejable solicitar una segunda opinión, pero siempre de profesionales de la medicina, que seguramente tendrán muchas menos posibilidades de equivocarse que el taxista del cuento, su esposa, la tía Secundina o el primo Juan Nepomuceno. Cuídense y confíen en la ciencia.

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