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La naturalidad

La naturalidad

Jueves, 1 de enero 1970

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Se rema en el columpio como si la vida se fuera eternizando en cada movimiento. Sube y baja cada vez más rápido y con una sonrisa que ilumina todo lo que le rodea. Es imposible no pensar que el mundo es un espacio habitable cuando alguien contempla a uno de esos niños volando por encima de nuestras cabezas. Tú también volaste alguna vez igual que ellos. Y sonreías con esa misma sensación de plenitud y felicidad, o cerrabas los ojos pensando que te ibas muy lejos. Ahora cuesta mucho más alzar el vuelo porque siempre hay alguien que se empeña en que bajemos de esas metafóricas alturas en las que parece que no llegan los dardos malévolos ni ninguna de las conspiraciones de los aguafiestas. Pero los aguafiestas siguen empeñados en bajarnos de todos los remos con sus mentiras y sus comportamientos rastreros. Ese niño que se rema aún no los conoce. Por eso envidiamos tanto su vuelo.

Cuando sube al tobogán se hace amigo de un niño extranjero. Ninguno de los dos ha cumplido los tres años y manejan palabras diferentes. No les hace falta el idioma para entenderse. A veces con quienes peor nos entendemos es con quienes compartimos la misma lengua. Ellos se manejan con la universalidad de los gestos y de las sonrisas. No paran de reír y se han hecho amigos. Corren como locos por el parque, se tiran al suelo al mismo tiempo y se dan la mano. Los padres de esos niños se entienden en inglés y averiguan las edades, los nombres y las ciudades de procedencia. Un niño es de Copenhague y el otro de Firgas, pero juegan y se comunican como si pertenecieran a la misma familia. No sé en qué momento perdimos nosotros esa capacidad universal de entendernos más allá de las palabras y de las banderas. Esos dos niños posiblemente se olviden para siempre de ese encuentro. Los daneses están pasando una semana de vacaciones en Gran Canaria y ese día han venido a conocer la capital. El niño de Firgas bajó con sus padres a la zona de Triana para visitar a los abuelos que viven en Rafael Cabrera. Yo estoy leyendo un libro a unos metros de donde tiene lugar todo lo que cuento. Evidentemente el libro se quedó a medias. Luego, al llegar a casa, seguí leyendo La infancia de Jesús de J.M. Coetzee. Habla de la maldad humana y de esos niños a los que destrozamos la inocencia con nuestras ambiciones y con el mundo tan despiadado que estamos construyendo. Recuerdo la sonrisa de esos dos pequeños, uno rubio y el otro moreno, tan distintos y tan distantes, y sin embargo tan cercanos en los gestos y en la capacidad para reconocerse como si fueran gemelos. Me quedo con el eco de sus sonrisas y con las carreras alocadas por todo el parque. Confío más en ellos que en todos nosotros. A lo mejor algún día se reconocen en una cumbre internacional y se olvidan de las fronteras, de las religiones y de los intereses.

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